El sacerdote, representante de la Iglesia

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Cuando en una función litúrgica actúo como REPRESENTANTE DE LA IGLESIA, Dios desea que le exprese mi Religión, por la conciencia que debo tener del MANDATO OFICIAL con que me ha honrado, y que unido de esa manera cada vez más a la vida de la Iglesia, progrese en todas las virtudes. Por ser representante de tu Iglesia para ofrecer incesantemente a Dios por Ti, oh Jesús mío, el sacrificio de alabanza y de petición, en nombre de ella y de todos sus hijos, soy, según la bella expresión de San Bernardino de Sena, persona publica, boca de toda la Iglesia, (Sermón XX). Por consiguiente, en cada una de las funciones litúrgicas, debe producirse en mí como un desdoblamiento, semejante al que se realiza en un embajador. En su vida privada, es un particular como otro cualquiera. Pero, cuando revestido de las insignias de su cargo, habla u obra en nombre de su Soberano, se constituye en aquel momento en su representante y, en cierto sentido, en la persona misma de él. Lo mismo ocurre conmigo cuando cumplo las funciones litúrgicas. A mi ser individual viene a agregarse una dignidad que me reviste de un mandato público. Entonces puedo y debo considerarme como el delegado, como el diputado oficial de la Iglesia entera. Cuando hago oración, o rezo el Oficio divino, aunque sea privadamente, no lo hago exclusivamente en mi propio nombre. No soy yo quien ha escogido las fórmulas que empleo. La Iglesia me las pone en los labios. Desde ese momento, la Iglesia ora por mi boca, habla y obra por mí, como el rey habla y obra por medio de su embajador. Entonces, según la hermosa expresión de San Pedro Damián, YO SOY LA IGLESIA ENTERA. Por mi medio, la Iglesia se une a la divina Religión de Jesucristo y dirige a la Santísima Trinidad la adoración, la acción de gracias, la reparación y la súplica. (Dom. J.B. Chautard, El alma de todo apostolado)