La presencia del Espíritu Santo en nuestras almas exige de nosotros que nos demos cuenta de ella, que tengamos la dulcísima convicción de que Él habita en nuestros corazones, que vivamos bajo su mirada y lo busque la nuestra. ¡Qué dulce es vivir a la luz de esa mutua mirada! A las veces esa mirada se hace tan profunda que parece hundirse en el seno de Dios, tan clara que su luz semeja la aurora del día eterno, tan dulce que se diría una irradiación de los cielos; entonces es fácil y gustoso vivir en el fondo del alma en amorosa intimidad con el Huésped divino. A las veces empero, el cielo del alma se oscurece y en la inmensa soledad no queda ni un rayo de luz, ni un vestigio de la antigua dulzura, ¡parece que el corazón está vacío y que el alma ha perdido su inefable tesoro! ¡Qué difícil es el recogimiento! ¡Con qué tedio corren las horas y con qué amargura se arrastra el alma por el sendero que conduce a Dios! Pero en medio de esas vicisitudes necesarias de la vida Espiritual hay algo que no cambia, que no acaba, algo muy sólido que no deja extraviar al alma y que como brújula segura le marca el rumbo divino, es la fe que nos descubre siempre lo divino en dondequiera que se encuentre, que nos hace mirar al Huésped dulcísimo lo mismo entre las sombras de la desolación que en medio de la claridad celestial del consuelo; la fe que apoyada en la firmeza inquebrantable de la palabra de Dios no necesita para vivir ni de imágenes ni de sentimientos ni de esplendor ni de dulzura, sino que se afina en la desolación y se perfecciona en el consuelo, siempre firme siempre precisa, siempre recta. (El Espíritu Santo)