Cristo nos pide dos cosas: condenar nuestros pecados y perdonar los de los demás; y perdonar no tan sólo con la boca, sino desde el fondo del corazón, no sea que volvamos contra nosotros mismos el hierro con el cual creíamos horadar a los demás. ¿Qué mal puede hacerte tu enemigo que sea comparable al que tú mismo te haces? Si tú das rienda suelta a tu indignación y a tu cólera, no es la injuria la que te ha hecho lo que te herirá, sino el resentimiento que tú tienes contra él.
No digas, pues: «Me ha ultrajado, me ha calumniado, me ha hecho enorme cantidad de miserias». Cuanto más digas que te ha hecho daño, más demuestras que te ha hecho bien, pues te ha dado la ocasión de purificar tus pecados. Así, cuanto más te ofende, más te pone en condiciones de obtener de Dios el perdón de tus faltas. Porque si nosotros no queremos, nadie podrá perjudicarnos; incluso nuestros enemigos nos hacen así un gran servicio. Considera, pues, cuántas ganancias sacas de una injuria soportada humildemente y con dulzura.