La confesión sacramental, para que se haga como se debe, requiere varias cosas.
La primera, un buen examen de conciencia, regulándolo por los preceptos de Dios y por las obligaciones del propio estado. En el examen de tus pecados y faltas, aunque sean muy pequeñas, llóralas amargamente considerando la ingratitud del hombre contra la bondad y caridad infinitas de Dios; y así, vituperándote, dirás contra ti estas palabras: ¿Así correspondes, ignorante y necio, a los innumerables beneficios que has recibido de Dios? ¿Por ventura no es tu Padre que te poseyó, que te hizo y te creó? (Deut. XXXII, 6).
Con esta consideración, excitando en ti repetidas veces un ferviente y eficaz deseo de no haberlo ofendido, di: «Señor Jesús, hijo de Dios, ten piedad de mi, que soy un pecador»
Después volviéndote a Dios con vergüenza de tus culpas, y con fe de que te las ha de perdonar, dile de todo corazón: Padre, pequé contra el cielo y delante de Vos. No soy digno de ser llamado hijo vuestro; y así ponedme en el número de vuestros jornaleros (Luc. XV, 18, 19).
Y renovando el dolor de la ofensa divina, con propósito de querer antes sufrir y padecer cual quiera pena o tribulación que ofender voluntariamente a Dios, descubre claramente al confesor tus pecados con dolor y vergüenza, sin excusarte a ti ni acusar a otros, y diciéndolos tal como los cometiste.
Acabada la confesión, rinde muchas gracias a Dios porque siendo así que tantas y tan repetidas veces lo has ofendido, no te niega el perdón, antes está más pronto a dártelo que tú a recibirlo.(El Combate Espiritual, Lorenzo Scupoli)