Yo no puedo consentir legítimamente, por mí mismo, en ninguna degradación de mi vida. Ahora bien, yo puedo degradarme imprudentemente, bien sea por exceso de severidad, bien sea por exceso de sensualidad; ni en un sentido ni en otro me son permitidos los excesos. En el uso de las mortificaciones debo, por consiguiente, mantenerme a igual distancia del sensualismo cobarde y de la crueldad degradante. El que ama su alma la perderá, y aquel que sepa odiarla en este mundo la conserva para la vida eterna. Hay, pues, según testimonio del Salvador, un amor que destruye y un odio que guarda la vida. El amor destructor es la cobardía sensual, el odio guardián es la sabia y prudente severidad. Por tanto, nada de amor cobarde, pero nada tampoco de odio cruel. (José Tissot, La vida interior)