¿Qué impresión produciría en un católico instruido en la religión, el espectáculo de un apóstol que hiciera ostentación, al menos implícita, de prescindir de Dios en su tarea de comunicar a las almas la vida divina aun en sus menores grados? Calificaríamos de insensato al obrero evangélico que dijera: Señor, no pongas obstáculos a mi empresa; no me la atasques: que yo me encargo de llevarla a buen fin. Este sentimiento nuestro reflejaría la aversión que produce en Dios tal desorden; la vista de un presuntuoso que se dejara arrastrar del orgullo hasta el extremo de pretender dar la vida sobrenatural, engendrar la fe, suprimir el pecado, impulsar a la virtud y hacer brotar el fervor en las almas con solas sus fuerzas, sin atribuir estos efectos a la acción directa, continua, universal y desbordante de la Sangre divina, precio, razón de ser y medio de toda gracia y de toda vida espiritual. Por eso la humanidad del Hijo de Dios pide a su Padre que confunda a esos falsos cristos paralizando las obras de su soberbia, o permitiendo que no produzcan sino un espejismo fugaz. Y, excepción hecha de la acción que ex opere operato se realiza en las almas, Dios está como obligado con el Redentor a retirar al apóstol hinchado de suficiencia, sus mejores bendiciones, para concedérselas al sarmiento que con toda humildad reconoce que su savia no le viene sino de la vid divina. Que si Dios bendijera con resultados profundos y duraderos una actividad envenenada con ese virus que hemos llamado Herejía de las obras, daría a entender que alentaba el desorden y permitía su difusión. (Dom. J.B. Chautard, El alma de todo apostolado)