En la construcción de sus templos y de sus monasterios, en sus ceremonias y en sus fiestas, en las artes y en las ciencias, la Iglesia anima, exalta, aprueba y bendice todo lo que nos eleva y nos dignifica, todo lo que purifica y desprende, todo lo que puede ennoblecer y espiritualizar los sentidos. Ella tiene, es verdad, sus alegrías y sus galas; pero, ¡qué distancia entre su canto y la música de las pasiones, entre el lujo de una iglesia y el de un salón o de un tocador! El mundo organiza todo con la mira puesta en el deleite que rebaja, la Iglesia consagra todo con la mira puesta en el desprendimiento que eleva; el fin del mundo es el placer, el fin de la Iglesia es la elevación; ella tiene los mismos alientos para las severidades y para las suntuosidades que engrandecen, y los mismos anatemas para las crueldades y para las sensualidades que degradan: he ahí su espíritu. Por él se explican, para el uso de las cosas sensibles, todas las concesiones y todas las prohibiciones de su disciplina. En la habitación y en el vestido, en el alimento y en los banquetes, en los regocijos y en las recreaciones, en todas partes su lenguaje es el de San Pablo: “Hermanos míos, todo lo que es conforme a la verdad, todo lo que respira pureza, todo lo justo, todo lo que es santo, todo lo que os haga amables, todo lo que sirve al buen nombre, toda virtud, toda disciplina loable… todo esto buscadlo, amadlo y estudiadlo”. (José Tissot, La vida interior)