Cuando amamos a un amigo, por ejemplo, no es inferior a nosotros; muy al contrario, le amamos a causa de las calidades que encontramos en él. Sabemos muy bien que la condescendencia, que es a veces el amor de piedad de aquel que se inclina sobre los miserables, es a menudo peligroso, pues abre la puerta a todas las desviaciones: paternalismo, maternalismo, etc. Pero cuando Dios ama al hombre, es esencialmente «un amor entre seres desiguales en el que el mayor tiende la mano al más pequeño. Es Dios quien se vincula al hombre y hace posible la reciprocidad del amor» (Conrad de Meester, Les Mains vidés). Y aquí Sta. Teresa de Lisieux alcanza una intuición esencialmente bíblica que es la de la misericordia y la ternura de Dios. Yavé es el Dios de ternura y de piedad, lento a la cólera y lleno de amor. En hebreo no hay palabras abstractas para designar este amor, es una expresión muy concreta, la del seno maternal: las entrañas de misericordia. En términos bíblicos, este amor se convertirá en la «Hesed» que pide por parte del hombre reconocimiento, acogida y reciprocidad. En el vocabulario neotestamentario, y más especialmente en san Pablo, se tratará de la gracia (charis). Por eso el ángel Gabriel saluda a María: «Alégrate, llena de gracia»; lo que equivale a decir: «Dios te ha mirado con una intensidad de ternura y de misericordia tal, que su amor te ha hecho amable y graciosa a sus ojos». Y por eso me permito decir que María tenía el «carisma del Magníficat», es el carisma de los humildes que cantan las misericordias de Dios con los pequeños y los pobres. Y en este sentido, la oración de María —como la de Teresa— se opone totalmente a la del fariseo del evangelio. Da gracias a Dios porque no es como los demás hombres. María da gracias también porque es diferente de los demás, pero por la sencilla razón de que es pobre y pequeña, y en esto alcanza de golpe la oración del publicano. (Lafrance J, Mi vocación es el amor).