Dios se complace, es verdad, en derramar a menudo en las almas que ama esa suavidad inefable, esos gozos mil veces superiores a los gozos terrenos que en el lenguaje Espiritual se llaman consuelos divinos. Pero éstos no son constantes, y aunque lo fueran, son irradiaciones de un consuelo íntimo y permanente que hay en el alma. Al sentir que se hunde la tierra bajo su planta llama a Dios con el irresistible lenguaje de las lágrimas, y Dios acude amoroso al llamado apremiante del alma, y le hace el don de sí mismo, que es el consuelo fundamental. ¿Por ventura no poseía a Dios aún antes de llorar? Sin duda; pero ese don de Dios no cabía, por decirlo así, en el alma, porque ésta no estaba totalmente vacía de sí misma y de las cosas terrenas; cuando la luz cavó en ella un abismo, Dios se precipitó en ella como un océano y colmó el abismo: ¡Bienaventurada el alma que llora, porque siente su inmenso vacío; tendrá el consuelo de sentirse llena de Dios! (El Espíritu Santo)