Si quisieras formar alguna idea del deseo [que Dios tiene de estar con nosotros], procura imprimir bien en tu alma estas dos cosas: la primera, la complacencia inefable que tiene la Sabiduría encarnada de estar con nosotros; pues a esto llama sus mayores delicias (Prov. VIII, 31); la segunda, el odio infinito que tiene al pecado mortal, tanto por ser impedimento de la íntima unión que desea tener con nosotros, cuanto por ser directamente opuesto a sus divinas perfecciones; porque siendo Dios sumo bien, luz pura y belleza infinita, no puede dejar de aborrecer infinitamente el pecado, que no es otra cosa que malicia, tinieblas, horror y corrupción. Este odio del Señor contra el pecado es tan ardiente, que a sola su destrucción se ordenaron la obras del Antiguo y Nuevo Testamento, y particularmente las de la sacratísima pasión de su unigénito Hijo. Los Santos más iluminados aseguran que consentiría que su único Hijo volviese a padecer, si fuere necesario, mil muertes, por destruir en nosotros las menores culpas.(El Combate Espiritual, Lorenzo Scupoli)