El Cura de Ars había pedido un día al Señor el descubrir y comprender su miseria. Dios le escuchó y había recibido una luz tal sobre la contingencia de su ser, enteramente colgado de la misericordia de Dios, que dijo: «Si Dios no me hubiera sostenido, hubiera caído en la tentación de desesperación». Y nunca aconsejó a sus penitentes que hicieran tal súplica. «Soy el que soy, decía un día Cristo a Catalina de Siena, tú eres la que no eres». Todos los santos han tenido que pasar por esta experiencia que les ha sumergido en la humildad más radical, la de Job hundido en el polvo. Pienso que ahí está el primer grado de humildad, que es reconocer que Dios está en el primer lugar y que nosotros estamos en el segundo, lo que coloca en su justo lugar, en nuestra vida, la necesidad de la oración y de la súplica. «¡Conocerse, conocer a Dios! He aquí la perfección del hombre. Aquí, toda inmensidad, toda perfección y el bien absoluto; y allí nada; saber esto, he aquí el fin del hombre. Estar eternamente inclinado sobre el doble abismo; he aquí mi secreto», decía santa Angela de Foligno (Trad. Helio, cap 57). (Lafrance J, Mi vocación es el amor).