¡Cosa extraña! Nada hay que el hombre abandonado a sí mismo aborrezca tanto como el dolor, y nada hay que ame tan apasionadamente como el dolor cuando quema sus entrañas el fuego del Espíritu Santo. ¿Necesitaré recordar las incomprensibles aspiraciones de los santos; los ardores incontenibles de San Ignacio Mártir por el supremo sacrificio expresado con ingenua claridad y con acentos conmovedores en su Epístola a los Romanos; la extraña y sublime plegaria de San Juan de la Cruz pidiendo como única recompensa de sus trabajos: «Padecer y ser despreciado» por Jesús; la desconcertante disyuntiva de Santa Teresa de Jesús: «O padecer o morir»; y la insaciable avidez de la Virgen de Lisieux queriendo abrazar en su corazón enamorado todos los martirios y todos los dolores? ¿Locura? Sin duda, pero locura divina, la locura de un Dios enamorado que quiso morir por el hombre y que dejó en la tierra el dulce germen de esa locura sublime. ¿Acaso no es una locura el amor? ¿No parecen locura todas las audacias del genio, del heroísmo, todo lo que desborda de los cauces estrechos de la mediocridad? (El Espíritu Santo)