Con cierta frecuencia, tal vez más en estos últimos tiempos, nos invitan en las iglesias a rezar por las vocaciones. Suele suceder al final de la celebración eucarística después del silencio de la comunión y les confieso que, como sacerdote, para mí a veces es motivo de algunas distracciones. No sé qué les venga a la cabeza a cada uno de ustedes cuando nos hacen esa petición, pero el espectáculo que se contempla desde el presbiterio es de lo más variopinto.
Pedir vocaciones
Están desde las abuelitas y familias fervorosas que cierran sus ojos y abren su corazón para suplicarle al Señor que nos siga enviando sacerdotes y almas consagradas según su corazón. Pasando por los que se sienten del todo ajenos a lo que reza la comunidad y se quedan ensimismados en su diálogo personal con Jesucristo. Hasta los que -medio aburridos- repiten mecánicamente la oración ya aprendida, esperando que se acabe cuanto antes y que Dios no ponga demasiada atención a lo que le pedimos o, que en todo caso, si se cumple su voluntad, sea «en los burros de mi vecino».
Tal vez parte de la culpa la tengamos los sacerdotes y un poco todos, por la cómoda concepción que nos hemos creado de nuestra iglesia y más concretamente del concepto de la vocación.
Pensamos que la Iglesia son los curas, los obispos y el Papa. Si nos apuran, hasta podríamos incluir al sacristán, los ministros de la eucaristía, el coro o los encargados de liturgia, pero por favor que de ninguna manera se les vaya a ocurrir confundirnos con alguna de esas cucarachas de la sacristía que se la viven en la capilla, junto con los santitos ahumados por las veladoras de los nichos.
¡Qué distinta es la concepción de Iglesia que nos presenta san Pedro desde los inicios de nuestro cristianismo: somos piedras vivas (Cf 1 Pe 2, 4) de este edificio espiritual que eleva su oración a Dios «en espíritu y en verdad»! (Cf Jn 4, 23) Cierto, sólo Cristo es la piedra angular (Cf 1 Pe 2, 4-ss y salmo 118, 22), pero cada uno de nosotros somos protagonistas de nuestra iglesia: como sea tu vida y tu ministerio, así será tu iglesia, nuestra iglesia, que edifica el cuerpo de Cristo (Cf. Ef 4, 12).
Vocaciones no sólo sacerdotales
Y luego, ¿qué decir de la vocación…? No sé por qué se ha metido la idea de que el concepto de vocación sólo debe aplicarse a la de los sacerdotes y a las monjitas. Pero ¿no es todo bautizado un consagrado, un sacerdote, un miembro del pueblo santo de Dios (Cf 1 Pe 2 4)? Si la vocación es un llamado, ¿no dice el antiguo himno que «Él nos eligió en Cristo antes de la creación del mundo, para que fuéramos su pueblo y nos mantuviéramos sin mancha en su presencia. Movido por su amor, él nos destinó de antemano, por decisión gratuita de su voluntad a ser adoptados como hijos suyos por medio de Jesucristo…»? (Ef 1, 4-5).
La vocación del ser humano es al amor, a aceptar que no somos el origen de nosotros mismos y nuestra verdadera liberación está en acoger el amor, en dejarnos amar.
¡Qué difícil es dejarnos amar! Y por eso se nos hace tan difícil hacer oración, ponernos ante el que nos ha amado primero y tiene la iniciativa.
«No te metas en mi vida» es una de las frases que más me ha impresionado escuchar durante los años que llevo trabajando con adolescentes. Pero en esta reivindicación que nuestra sociedad descreída ha despertado en las conciencias de muchos niños y jóvenes como una exigencia de su libertad, se nos está olvidando que nosotros no existiríamos si no hubiéramos sido engendrados.
No son nuestros padres los que se han metido en nuestras vidas, sino que somos nosotros los que nos hemos entrado un día a formar parte de sus vidas. Tal vez ellos sean culpables de haber tenido la osadía de empujarnos sin previa consulta hasta la ventana de su hogar para hacernos partícipes de una relación que nos precedía. Pero depende de cada uno si queremos sentirnos afortunados de haber sido invitados a una familia donde podemos aprender en qué consiste el amor o que soportemos como Sísifo el peso de un castigo por haber intentado robar el secreto de un hogar, incluso en el que no se ha sabido vivir con plenitud.
¡Qué pena si cuando nos invitan a pedir por las vocaciones, nos olvidamos de la propia! Si aceptamos la tentación de repetirle a Dios, como muchos jóvenes a sus padres: «No te metas en mi vida».
Más bien deberíamos abrirle el corazón y decirle como San Francisco de Asís: ¿Qué quieres de mí, Señor? Ahora que me he despojado de todos los vestidos y caretas que tan fácilmente me pongo delante de los hombres y de la sociedad, te puedo decir con verdad: «Padre mío que estás en los cielos…» «Tú me conoces y conoces a cada uno de mis hijos, de mis nietos, de mis amigos, porque nos llamas a cada uno por nuestro nombre. Tú sabes cómo podemos ser más felices porque nos has dado a cada uno una vocación, una misión para que podamos llegar a conocerte y a salvarnos. Ayúdanos a descubrir qué es lo que quieres de cada uno de nosotros (de mí, de mis hijos, nietos, amigos). No te pido que nos ilumines todo el camino, sino el siguiente paso que debemos dar para agradarte y cumplir tu voluntad.
Concédenos conocer las cualidades que tú has depositado en cada uno de nuestros corazones para glorificarte y servir a nuestros hermanos, para realizar generosamente la plenitud de nuestro amor, sin poner impedimentos a tu guía y a nuestra verdadera libertad. Amén».
Y si alguno de tus hijos o tus nietos quiere probar las delicias del amor en su fuente más pura y original, no olvides que Dios es Amor: «¿No valgo yo más para ti más que diez hijos?» (1 Sam 1, 8) «Señor, tú eres mi alegría y mi herencia, mi destino está en tus manos. Me ha tocado un lote estupendo, ¡qué hermosa es mi herencia!» (Salmo 16, 5-6).
Agradecemos esta aportación al P. Eugenio Martín, L.C.
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