Cuando San Pedro confiesa que Jesús es el Cristo, el Hijo de Dios vivo, Jesús le declara que esta revelación no le ha venido «de la carne y de la sangre, sino de mi Padre que está en los cielos» (Mt 16,17; cf. Ga 1,15; Mt 11,25). La fe es un don de Dios, una virtud sobrenatural infundida por él.
«Para dar esta respuesta de la fe es necesaria la gracia de Dios, que se adelanta y nos ayuda, junto con el auxilio interior del Espíritu Santo, que mueve el corazón, lo dirige a Dios, abre los ojos del espíritu y concede ‘a todos gusto en aceptar y creer la verdad'» (DV 5) (CCC 153).
Todo nos es dado
Orar es un don. Es cierto que significa disciplina, trabajo, esfuerzo, preparación, poner todo lo que esté en nuestra parte para que nuestras facultades estén encaminadas a Dios, pero en el fondo todo nos es dado y la frase del Señor en la última Cena: «sin mí nada podéis hacer» (Jn 15, 5) es cierta siempre y más para la vida de oración.
Como hijos de nuestra cultura, donde todo lo consigue el hombre con su esfuerzo, con la técnica, con sus propios medios, con frecuencia podemos creer también que la vida espiritual sea el resultado de nuestra sola acción. En teoría sabemos que no es así, pero al actuar luego obramos como si todo dependiera de nosotros. Es toda una pedagogía ir aprendiendo la virtud del abandono, pero no es fácil en cuanto que aprendemos a querer ser independientes, a tener éxito y resultado inmediato. Y con la oración las cosas no funcionan de este modo.
La oración funciona con la lógica de la fe
En la oración las cosas no funcionan como funcionan «con la carne y la sangre». Se trata de otra lógica, es la lógica de Dios, la lógica de la fe, la lógica de volver a ser como niños. Y esto hay que aprenderlo. «Cómo puede volver el hombre a nacer, siendo viejo?», había preguntado Nicodemo a Jesús. Éste le responde que hay que nacer del agua y del Espíritu. Hay que aprender a leer el lenguaje del Espíritu, y dejarse guiar por Él. No que haya que ser absolutamente pasivos, sin tener que hacer nada. Eso sería una especie de quietismo que la Iglesia tampoco ha aprobado. Pero sí es necesario dejar la prioridad a Dios. En la oración, Él es quien lleva las de cantar. Nosotros lo seguimos, tratamos de comprenderlo, ponemos lo que está de nuestra parte, pero el Maestro y Señor es Él.
A Dios se le responde en la fe, que es también un don de Dios y para responder con la fe, necesitamos de la gracia. Nos molesta a veces esta prioridad de la gracia porque queremos nosotros ser quienes guían y quienes conducen la relación con Dios de modo semejante a lo que hacemos con nuestros semejantes. Nos molesta este tener que esperar el don, pidiéndolo. Pero así es. Necesitamos el auxilio interior del Espíritu Santo que mueve el corazón. En el fondo no son nuestras pías o doctas consideraciones las que podrán ser eficaces en la oración, sino la acción del Espíritu Santo. Es Él quien abre los ojos de nuestro espíritu para entender lo esencial, para desbloquear situaciones que a nosotros nos parecen imposibles de resolver.
¡Pon todo de tu parte y Dios hará el resto!
Entonces, ¿qué hacer? ¿Sólo esperar sin poner nada de nuestra parte? No, hay que poner de nuestra parte todo lo que podamos: concentración de la inteligencia, memoria, sentimientos, afectos, emociones, voluntad, toda la persona. Pero de quien depende en última instancia la eficacia de la oración, la acción transformadora de la misma, es de Dios, no del hombre. Quien tiene corazón de niño acepta esto, quien no, quedará atrapado en las enredaderas de una racionalización y un voluntarismo vacíos. Será como el nadador que después de muchas horas de nado está en el mismo lugar porque lucha contra la resaca del mar. Hay que nadar pero dejarse también llevar por la ola del Espíritu.
Agradecemos esta aportación al P. Pedro Barrajón, L.C. (Más sobre el P. Pedro Barrajón, L.C)
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