Mi encuentro con Cristo crucificado

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Oración para la Adoración Nocturna

Se acerca la semana santa, tiempo para contemplar y escuchar a Cristo crucificado. Esto me recuerda la historia de mi vocación.

Desde que tomé en serio la posibilidad de que Dios me estuviera llamando al sacerdocio, tardé dos años en decidir mi vocación. Quería hacer la voluntad de Dios, pero me costaba mucho dejarlo todo para seguirle. No quería equivocarme y le pedía que me demostrara con claridad y contundencia que me quería sacerdote.

 

Jesucristo no siguió ese camino. Sólo me invitaba, me sugería, insinuaba que podría dedicar mi vida a servirle siguiéndole más cerca.

Contemplando y escuchando a Cristo crucificado

Tomé la decisión durante unos ejercicios espirituales en que el P. Peter Coates, L.C., recién ordenado sacerdote, nos dijo: No voy a darles puntos de meditación, vayan ante un crucifijo, contemplen a Jesucristo en la cruz y pregúntenle: Si tú hiciste esto por mí, ¿qué puedo hacer yo por ti? Tienen una hora, pueden hacerle la pregunta todas las veces que quieran; traten de escuchar su respuesta.

Fui, le miré a los ojos, se lo pregunté y Él respondió: Dame tu vida. Yo di la vida por ti, me gustaría que tú también dieses tu vida por mí.  No me lo impuso. Me lo insinuó mientras le contemplaba sufriendo en la cruz. Me lo dijo a través de tanto amor crucificado, buscando en mí no un acto de obediencia, sino un acto de generosidad.

Una respuesta de amor

Reflexionando ahora en lo que Jesús hizo conmigo, me viene a la memoria aquella pregunta que le hizo tres veces a Pedro: «Pedro ¿Me amas?» (cf. Jn 21, 15-18) Me pedía una respuesta de amor.

En aquél encuentro con Él se desarrolló un diálogo. Cuando vi por dónde iba Él, yo le dije: ¿qué tal si mejor formo un matrimonio cristiano ejemplar, una familia católica, hago empresas para generar muchos puestos de trabajo? Entendí el silencio de Dios como un: quiero más.

Hay un encuentro cuando hay diálogo

La libertad para responder lo que queramos y la libertad para preguntar y esperar una respuesta de Dios constituye la base sobre la que se desarrolla nuestro encuentro con Él.

Hay encuentro cuando hay diálogo, interacción. Es una relación recíproca, no es unidireccional. Estamos ante un Dios que habla, que escucha con respeto y que responde con amor. Y su interlocutor, todo hombre, es capaz de escuchar y responder con plena libertad. El diálogo entre Dios y cada hombre lo comenzó Dios. El puso amor primero. Dios nos amó primero.

«En esto consiste el amor, no en que nosotros hayamos amado a Dios sino en que Él nos amó y nos envió a su Hijo como propiciación por nuestros pecados». (1 Jn 4, 10)

Su relación con nosotros no es mandato-obediencia sino pregunta-respuesta o invitación-acogida, amor-correspondencia. Dios está siempre abierto al diálogo. Sus relaciones se desarrollan siempre en un marco de amor y de respeto. Nos trae tatuados en Su brazo (Cf. Cantar de los cantares, 8,6), pero no nos manipula, no nos usa, nunca nos violenta.

La dinamica del encuentro

Cada encuentro con Dios es una conversación. Este texto de Gadamer puede ayudarnos a entender mejor la dinámica del encuentro, también el encuentro del hombre con Dios:

«¿Que es una conversación? Todos pensamos sin duda en un proceso que se da entre dos personas y que, pese a su amplitud y su posible inconclusión, posee no obstante su propia unidad y armonía. La conversación deja siempre una huella en nosotros. Lo que hace que algo sea una conversación no es el hecho de habernos enseñado algo nuevo, sino que hayamos encontrado en el otro algo que no habíamos encontrado aún en nuestra experiencia del mundo. Lo que movió a los filósofos en su crítica al pensamiento monológico lo siente el individuo en sí mismo. La conversación posee una fuerza transformadora. Cuando una conversación se logra, nos queda algo, y algo queda en nosotros que nos transforma. Por eso la conversación ofrece una afinidad peculiar con la amistad. Solo en la conversación (y en la risa común, que es como un consenso desbordante sin palabras) pueden encontrarse los amigos y crear ese genero de comunidad en la que cada cual es el mismo para el otro porque ambos encuentran al otro y se encuentran a sí mismos en el otro» (Gadamer, 1992).

Dios mendiga nuestro amor. Es un Padre que nos trata como hijos; nos cuida como niños y nos respeta como adultos. Esto es algo realmente impresionante.

Gracias, Señor, por amarme primero.
Gracias por esperar mi respuesta con paciencia y respeto.
Hoy soy un sacerdote feliz, profundamente feliz.
Gracias por haber insistido.
Te lo ruego, que esta semana santa al contemplarte muriendo en la cruz pueda encontrarme de nuevo contigo.


Autor, P. Evaristo Sada L.C.(Síguelo en Facebook)

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