Una Espada
Cuando el Concilio habla de que María fue avanzando en la peregrinación de la fe, en el mismo párrafo habla con insistencia sobre el Calvario: «Y mantuvo fielmente la unión con su Hijo hasta la cruz, se condolió vehemente con su Unigénito, y se asoció con corazón maternal a su sacrificio, consintiendo con amor en la inmolación de la Víctima engendrada por ella misma» (LG 58).
Por estas expresiones, y sobre todo por su contexto, el Concilio parecería indicar que el momento alto-y también la prueba, porque no hay grandeza sin prueba-para la fe de la Madre, estuvo en el Calvario.
Hay otro párrafo en el mismo documento en el que el Concilio, con una expresión lapidaria y emotiva, viene a resaltar que la fe de María alcanzó su más alta expresión allá junto a la cruz.
En efecto, hablando del hágase de María pronunciando en el día de la anunciación, añade estas significativas palabras: «¡y lo mantuvo (el hágase) sin vacilación al pie de la cruz! « (LG 61). De esta manera el Concilio quiere indicar que la prueba más difícil para el hágase de María fue el Calvario.
Sin salir del espíritu del texto conciliar, quisiera presentar aquí unas reflexiones de tal manera que todo redunde para la máxima gloria de la Madre.
Posiblemente la historia más lacónica, completa de la Biblia está resumida en estas palabras: «Junto a la cruz de Jesús estaba, de pie, su Madre» (Jn 19,29). Estas breves palabras evocan un vasto universo con implicaciones trascendentales para la historia de la salvación.
La pregunta clave para ponderar el mérito, y por consiguiente la grandeza de la fe de María, es ésta: ¿sabía María todo el significado de lo que estaba aconteciendo esa tarde en el Calvario? ¿Sabía, por ejemplo, tanto cuanto nosotros sabemos sobre el significado trascendental y redentor de aquella muerte sangrienta?
Según como sea la respuesta a estas preguntas se medirá la altura y la profundidad de la fe de María. Y la respuesta dependerá, a su vez, de la imagen o preconcepto -muchas veces emocional- que cada cual tenga sobre la persona de María.
En cuanto a esto caben, según me parece, posiciones ambiguas, y habría otras preguntas previas para un cabal esclarecimiento, por ejemplo: si María sabía todo, ¿su mérito era mayor o menor? Si el Misterio lo vislumbraba tan sólo entre penumbras, ¿aumentaba o disminuía el mérito de su fe? ¿Se podría afirmar quizá, en algún sentido, que cuantos menos conocimientos tuviera tanto más meritoria y mayor era su fe? Muchas conclusiones dependen del presupuesto o esquema mental con el que cada cual se coloca frente a la persona de María.
También yo tengo mi esquema que, según me parece, arroja sobre la Señora el máximo esplendor.
De todas formas, antes de seguir adelante es preciso distinguir claramente en María la ciencia (conocimiento teológico de la Madre sobre lo que estaba aconteciendo en el Calvario) de la fe. La grandeza no le viene a María de su conocimiento, mayor o menor, sino de su fe.
Para saber exactamente qué le aconteció a María aquella tarde -acontecer en el sentido vital de la palabra-, no podemos imaginar a María como un ente abstracto, y solitario, aislado de su grupo humano, sino como una persona normal que recibe impacto de la influencia de su medio ambiente. Así somos los humanos y así fue sin duda María.
Pues bien: por el contexto evangélico, la muerte de Jesús tuvo para los apóstoles carácter de catástrofe final. Ahí se acaba todo. Era impresión y estado de ánimo están admirablemente reflejados en la escena de Emaús. Clefás, después de sentirse triste porque el Interlocutor ignoraba los últimos sucesos que para él eran herida reciente y doliente, acabó con un «nosotros esperábamos», como quien quiere añadir después; pero ya todo está perdido; ¡todo fue un sueño tan bonito!, mas fue un sueño.
Caifás, representando al bando contrario, tenía la convicción de que, acabando con Jesús, acababa con el movimiento. Y tenía razón, porque así mismo sucedió. Cuando los apóstoles vieron a Jesús en manos de los enemigos, se olvidaron de sus juramentos de fidelidad y cada cual, buscando salvar su propia piel, se dieron a la fuga en desbandada abandonándolo todo. A los tres días estaban todavía escondidos con las puertas bien atrancadas (Jn 20,19), para salvar por lo menos su pellejo, ya que habían perdido a su líder.
Ese era su estado de ánimo; en el sepulcro dormía, enterrado para siempre, un lindo sueño junto al Soñador. De ahí su obstinada resistencia a creer en las noticias de la Resurrección. El Día de Pentecostés, el Espíritu Santo esclareció todo el panorama de Jesús. Sólo entonces supieron quién fue Jesucristo.
¿Y María? Primeramente no debemos olvidar que María alternaba y se movía en medio de este grupo humano tan desorientado y abatido.
Yo no puedo imaginarme -ésa es mi imagen- a María adorando emocionada cada gota de sangre que caía de la cruz. Yo no podría imaginarme que María supiera toda la teología sobre la Redención por la muerte de cruz, teología que nos enseñó el Espíritu Santo a partir de Pentecostés.
Si ella hubiese sabido todo cuanto nosotros sabemos, ¿Cuál habría sido su mérito? En medio de aquel escenario desolado hubiera constituido un consuelo infinito el saber que ni una sola gota de esa sangre se la tragaría inútilmente la tierra; el saber qué si se perdía el Hijo, se ganaba a cambio el mundo y la Historia; y el saber, además, que la ausencia del Hijo sería momentánea. En estas circunstancias poco le hubiera costado aceptar con paz aquella muerte.
Tampoco puedo imaginármela dominada por el desconcierto total de los apóstoles, pensando que todo terminaba ahí. Eso tampoco.
Vemos por el evangelio que María fue navegando entre luces y sombras, comprendiendo a veces claramente, otras veces no tanto, meditando las palabras antiguas, adhiriéndose a la voluntad del Padre, vislumbrando de forma lenta pero creciente el Misterio trascendente de Jesucristo…
Según eso, ¿qué habría sucedido en el calvario? Aunque es tarea difícil, voy a intentar entrar en el contexto vital de la Madre y mostrar en qué consistió su suprema grandeza en ese momento.
Está metida en el círculo cerrado de una furiosa tempestad, interpretada por todo el mundo como el desastre final de un proyecto dorado y adorado.
Es preciso imaginarse el contorno humano, en cuyo centro está ella, de pie; en el primer plano, los ejecutores de la sentencia, fríos e indiferentes; más allá, los sanedritas, con aire triunfal; más lejos, la multitud de curiosos, entre los cuales unas pocas valientes mujeres que, con sus lágrimas de impotencia, manifiestan su simpatía por el Crucificado. Y, para todos estos grupos sin excepción, lo que estaba sucediendo era la última escena de una tragedia.
Los sueños acababan aquí, juntamente con el Soñador.
Es preciso colocarse en medio de ese círculo vital y fatal en que unos lamentaban y otros celebraban ese triste final. Y en medio de ese remolino la figura digna de la Madre, aferrada a su fe para no sucumbir emocionalmente, entendiendo algunas cosas, por ejemplo lo de la «espada», vislumbrando confusamente otras…No son circunstancias para pensar en bonitas teologías. Cuando alguien está combatido por un huracán le basta con mantenerse en pie y no caer.
¿Entender? ¿Saber? Eso no es importante. Tampoco entendió ella las palabras del Niño de doce años; sin embargo tuvo, también allá, una reacción sublime. Lo importante no es el conocimiento sino la fe, y ciertamente la fe de María escaló aquí la montaña más alta. La que no entendió las palabras de Simeón (LC 2,33), ¿entendería completamente lo que estaba sucediendo en el Calvario? Lo importante no era el entender, sino el entregarse.
Y en medio de esa oscuridad, María, dice el Concilio (LG 61), mantuvo se hágase en un tono sostenido y agudo:
Padre querido, apenas entiendo nada en medio de esta confusión general; sólo entiendo qué si Tú no hubieras querido, nunca habría acontecido esto. Hágase, pues, tu Voluntad.
Todo parece incomprensible, pero estoy de acuerdo, Padre mío. No veo por qué tenía que morir tan joven, y sobre todo de esta manera, pero acepto tu Voluntad.
¡Está bien, Padre mío!
No veo por qué tenía que ser este cáliz, y no otro, para salvar el mundo. Peo no importa. Me basta saber que es obra tuya. Hágase. Lo importante no es ver sino aceptar.
No veo por qué el Esperado durante tanto tiempo tenía que ser interrumpido intempestivamente al comienzo de su tarea. Un día me dijiste que mi Hijo sería grande, no veo que sea grande. Mas, aunque nada vea, yo sé que todo está bien, lo acepto, estoy de acuerdo con todo, hágase tu Voluntad.
Padre mío, en tus brazos deposito a mi querido Hijo.
Fue el holocausto perfecto, la oblación total. La Madre adquirió una altura espiritual vertiginosa, nunca fue tan pobre y tan grande, parecía una pálida sombra pero al mismo tiempo tenía la estampa de una reina.
En esta tarde, la Fidelidad levantó un altar en la cumbre más alta del mundo.
«Señora de la Pascua:
Señora de la Cruz y la Esperanza,
Señora del Viernes y del Domingo,
Señora de la noche y de la mañana,
Señora de todas las partidas,
porque eres la Señora del
“tránsito” o la “pascua”.
Escúchanos:
Hoy queremos decirte “muchas gracias”.
Muchas gracias, Señora, por tu Fiat;
Por tu completa disponibilidad de “esclava”.
Por tu pobreza y tu silencio.
Por el gozo de tus siete espadas.
Por el dolor de todas tus partidas,
Que fueron dando la paz a tantas almas.
Por haberte quedado con nosotros
A pesar del tiempo y las distancias.»
Cardenal Pironio.
Tomado del libro: «El Silencio de María»