Uno de mis temas preferidos de meditación es la vida eterna. Me imagino como un niño caminando de la mano del Padre por el jardín del Edén y estar allí con Él acompañándonos sin límite de tiempo. Él me va mostrando lo grande y lo pequeño, lo visible y lo invisible, me va desvelando los secretos que permanecieron ocultos durante la vida terrena y las obras de Su amor a lo largo de toda la historia de la salvación.
Dios creó todo con amor para nosotros
Dios nos presentó el Paraíso como un jardín (Gen 2,8 ss) por el que salía a pasear a la hora de la brisa (Gen 3,8). Lo hizo todo para que fuéramos felices disfrutando de las creaturas y de Su presencia, pero sucedió, y sigue sucediendo, que en vez de usarlas para alcanzarlo a Él, nos apartan del camino de la verdadera felicidad.
Yo lo he experimentado en carne propia: ha habido momentos de la vida en que me he soltado de Su mano y me he perdido. Pronto he experimentado la nostalgia de Dios porque al margen de Él no hay felicidad verdadera, son puros espejismos. El deseo de Dios surge tarde o temprano. Él también echa de menos a su hijo y sale a buscarme; escucho en mi conciencia que me llama como lo hizo con Adán: ¿Dónde estás? (Gen 3,9) Quiere tenerme siempre a su lado ya desde ahora sin esperar la vida eterna en el cielo.
El Paraíso es estar con Dios sin riesgo de perderle, ser feliz a Su lado para toda la eternidad. Esta felicidad puede comenzar desde la vida terrena aunque aquí no llegue a ser completa. Parte importante de este paraíso en la tierra es la vida de oración, el trato asiduo con Él en un clima familiar. Y una de las cosas que a mí más me ayudan para crecer en mi vida de oración es el contacto con la naturaleza en actitud contemplativa: hacer de esta experiencia un eco de aquellos paseos de Adán y Eva con Dios Padre por el jardín del Edén a la hora de la brisa.
La naturaleza nos inspira a recordarnos hijos de Dios
Uno de los grandes medios que los hombres de todos los tiempos han aprovechado es este contacto con la naturaleza para remitirse a la belleza de Dios y la felicidad eterna. Lo hicieron los escritores sagrados; encontramos en la Sagrada Escritura numerosos pasajes como por ejemplo el Salmo 104. El mismo Jesús, el Verbo que se hizo carne, salía al campo a orar, se detenía a contemplar los campos y apreciar con cuidado el comportamiento de las plantas, de las aves, de los mares…
Ahí están también los monasterios que durante siglos se han construido en las cumbres de las montañas y en medio de los bosques, y que han atraído y siguen atrayendo a tantos buscadores de Dios. Tenemos el caso de los ermitaños que se retiran a un ambiente de soledad y silencio en medio de la naturaleza. Ahí está la escuela franciscana que ha destacado nuestra fraternidad con la naturaleza; y, muy cerca de nosotros, nos brindan un gran ejemplo tantos hombres y mujeres del campo y esa gran facilidad con que se comunican con Dios: lo tratan con una inmediatez envidiable. Pienso también en la poesía religiosa de los grandes místicos, quienes han tomado de la naturaleza los elementos para cantar las alabanzas de Dios, como San Juan de la Cruz en el Cántico espiritual.
¿Quién no ha experimentado el gusto de salir al campo por la mañana un día de primavera? ¿Quién no aprecia un bello amanecer que surge detrás de las montañas o un atardecer que descansa en el mar? ¿Quién no disfruta un paseo por la playa y vuelve a casa con el espíritu más sereno? ¿O quién no se ha preguntado por el inicio del universo ante una majestuosa noche estrellada?
Sigamos el consejo de San Agustín
Para aumentar la resonancia espiritual y hacer de esta tierra una especie de Jardín del Edén, sigamos el consejo de San Agustín:
«Pregunta a la hermosura de la tierra, pregunta a la hermosura del mar, pregunta a la hermosura del aire dilatado y difuso, pregunta a la hermosura del cielo, pregunta al ritmo ordenado de los astros; pregunta al sol, que ilumina el día con fulgor; pregunta a la luna, que mitiga con su resplandor la oscuridad de la noche que sigue al día; pregunta a los animales que se mueven en el agua, que habitan la tierra y vuelan en el aire: a las almas ocultas, a los cuerpos manifiestos; a los seres visibles, que necesitan quien los gobierne, y los invisibles, que lo gobiernan. Pregúntales. Todos te responderán: «Contempla nuestra belleza.» Su hermosura es su confesión. ¿Quién hizo estas cosas bellas, aunque mudables, sino la belleza inmutable?” (San Agustín, Homilía 241: 2 – 3. Pascua)
Da gracias a Dios por la creación con este Salmo
En este contexto puede ayudar mucho orar con el Salmo 135:
Dad gracias al Señor porque es bueno:
porque es eterna su misericordia.
Dad gracias al Dios de los dioses:
porque es eterna su misericordia.
Dad gracias al Señor de los señores:
porque es eterna su misericordia.
Él solo hizo grandes maravillas:
porque es eterna su misericordia.
El hizo sabiamente los cielos:
porque es eterna su misericordia.
El afianzó sobre las aguas la tierra:
porque es eterna su misericordia.
El hizo lumbreras gigantes:
porque es eterna su misericordia.
El sol que gobierna el día:
porque es eterna su misericordia.
La luna que gobierna la noche:
porque es eterna su misericordia.
Autor, P. Evaristo Sada L.C.(Síguelo en Facebook)
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