San Ignacio de Antioquía: portador de Dios y ansias de martirio

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San Ignacio de Antioquía: portador de Dios y ansias de martirio

Vida

San Ignacio, uno de los primeros mártires y pilares de la Iglesia primitiva, fue el tercer obispo de Antioquía, la sede que ya antes había ocupado San Pedro. No era ciudadano romano y lo más probable es que ni siquiera naciese cristiano. Es más, al parecer su conversión no se dio en su juventud. Pero ello no fue impedimento para que llegase a ser, como San Agustín años después, un celoso pastor de almas que buscó edificar a sus ovejas tanto con la palabra como con el testimonio de su vida santa.

Siendo Obispo de Antioquía se desencadenó la persecución del Emperador Trajano, persecución que fue privando a la Iglesia de sus hombres más ilustres, tanto por los cargos que ocupaban dentro de ella como por su fama de santidad. A san Ignacio le llegó también su hora. Arrestado y condenado «ad bestias» (a los leones), fue llevado a Roma por un grupo de soldados que lo maltrataron cuanto quisieron. Durante el viaje, largo y penoso, escribió siete cartas dirigidas a varias Iglesias de Asia Menor. En estas cartas, así describía a los soldados y su marcha: eran como «diez leopardos… iba yo luchando contra fieras salvajes por tierra y mar, de día y de noche» y «cuando se las trataba bondadosamente, se enfurecían más».

En otra de sus epístolas animaba a los fieles a huir del pecado, los exhortaba a defenderse contra los errores del Gnosticismo y les recomendaba, sobre todo, mantener la unidad de la Iglesia. Escribió también una carta a los cristianos de Roma, hacia donde se dirigía, y les pedía que cuando llegara no hiciesen nada a favor suyo; que ni siquiera intentaran salvarlo del martirio: «Dejadme que sea entregado a las fieras, -les decía- puesto que por ellas puedo llegar a Dios. Soy el trigo de Dios, y soy molido por los dientes de las fieras, para que pueda ser hallado pan puro. Antes, azuzad a las fieras para que puedan ser mi sepulcro, y que no dejen parte alguna de mi cuerpo, y así, cuando pase a dormir, no seré una carga para nadie. Entonces seré un verdadero discípulo de Jesucristo».

Al llegar a Roma, en el año 107, se cumplió su deseo y fue literalmente despedazado por las fieras. Morir mártir, para él, fue un honor, y así lo expresó en su carta a los Efesios: «Rogad por la Iglesia que está en Siria, desde donde, encadenado, soy conducido a Roma, pues soy el último de los fieles de allá, y he sido juzgado digno de servir al honor de Dios».

Aportación para la oración

Dos son las aportaciones de este Santo para la vida del cristiano y, por lo mismo, para la oración. El primero es el título de teóforos que se aplicaba a sí mismo y a los demás en sus cartas y que significa ser portador de Dios. Para el Obispo de Antioquía, todos llevamos a Dios en nuestro corazón, todos somos templos suyos. Por lo mismo, la oración es un diálogo íntimo con alguien que nos acompaña siempre, pues le “cargamos” en nuestro interior.

El segundo aspecto, y tal vez el más notorio en sus siete cartas, es el ansia de martirio que San Ignacio expresa con letras de fuego. Es imposible leer sus líneas sin un estremecimiento de emoción y admiración. Nadie ha deseado vivir tanto como San Ignacio deseaba morir por su Señor: «Fuego y cruz, y manadas de fieras, quebrantamientos de mis huesos, descoyuntamiento de miembros, trituración de todo mi cuerpo, tormentos atroces del diablo, vengan sobre mí, a condición tan sólo de que yo alcance a Jesucristo» (Carta a los Romanos, 5, 1-3). ¿Y esto que aporta a nuestra oración? No necesariamente el desear “sufrir”, pero sí el pedirle a Cristo que nuestras pequeñas cruces puedan desagraviar un poco su Corazón sufriente, que tanto mal recibe en el mundo. Y esto es, sin lugar a dudas, una de las mejores oraciones que un enamorado puede hacer a su Creador. Como ese portador de Dios llamado Ignacio de Antioquía.


P. Juan Antonio Ruiz J., L.C.

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