El Bautismo de Jesús

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PRIMER MISTERIO

El Bautismo de Jesús

«Como la gente estaba expectante y andaban todos pensando para sus adentros acerca de Juan, si no sería él el Cristo, declaró Juan a todos: “Yo os bautizo con agua. Pero está a punto de llegar alguien que es más fuerte que yo, a quien ni siquiera soy digno de desatarle la correa de sus sandalias; él os bautizará con el Espíritu Santo y fuego”. Toda la gente se estaba bautizando. Jesús, ya bautizado, se hallaba en oración, cuando se abrió el cielo, bajó sobre él el Espíritu Santo en forma corporal como una paloma y llegó una voz del cielo: “Tú eres mi hijo; hoy te he engendrado”» (Lc 3, 15-16.21-22)

En Occidente celebramos la Epifanía, la revelación del Mesías a todos los pueblos, el 6 de enero, con los reyes magos. El Oriente cristiano ve más bien en el bautismo de Jesús en el Jordán la manifestación a todos los hombres del gran misterio de su divinohumanidad: la unidad en la Persona del Hijo de Dios de la naturaleza humana y la naturaleza divina. Contemplar a Jesús, que es Dios, ser hombre; contemplar al hombre Jesús, mostrándonos en sí mismo un atisbo del corazón abismal del Padre; es contemplar la vocación humana, ¡aquello a lo que estamos llamados!, en toda su belleza y en toda su trascendencia. Esta visión, esta certeza, llena de sentido nuestra existencia. Vale la pena recordarlo cuando lloramos, cuando nos sofoca nuestro egoísmo y nuestro orgullo, cuando nos parecen insignificantes nuestros actos e invisible a la mayoría nuestro paso por el mundo, cuando nadie nos da las gracias, pero también cuando pasamos sordos y ciegos ante las constantes muestras del paso y de la presencia de Dios a nuestro lado, a nuestro alrededor.

«“Entonces aparece Jesús, viniendo de Galilea hasta el Jordán, hacia Juan, para ser bautizado por él.” (Mt 3, 13) Jesús va hacia el hombre para ser sumergido en él, hasta el bautismo de su muerte. Cuando Jesús aparece, el Misterio de Amor que ha tomado cuerpo en él penetra en el signo donde se expresa: el Río de vida, “escondido antes de los siglos”, se sumerge en el río Jordán. El más humilde y el más irrisorio de los ríos del mundo, desde entonces se convierte en el signo que lleva en sí el Misterio. Jesús es bautizado con agua, y este es el signo, pero la realidad manifestada es que, desde entonces, la carne y el tiempo, el hombre y el mundo, son penetrados por el Verbo de Vida que se ha revestido de ellos de una vez para siempre.» (Jean Corbon, Liturgia Fontal, p. 44) «En Jesús, el Padre se da todo entero y el Hijo le acoge. En él, todo lo humano es ofrecido y el Padre se dilata en lo humano (…) Cuando Cristo habla, sus oyentes escuchan al hombre Jesús, y es el Padre quien habla en su Verbo encarnado. Aunque todavía la fe no ha penetrado este misterio de la unidad entre él y su Padre, las personas sencillas no pueden dejar de maravillarse: “¡Jamás un hombre ha hablado como este hombre!” (Jn 7, 46). Cuando Jesús actúa, sus reacciones más pequeñas, las más humanas, y no solo sus acciones asombrosas, son un reflejo del misterio del Padre. Si Jesús es humilde, no es para fingir, ni para acomodarnos a su santidad, sino que es verdad, la verdad del hombre y la verdad de Dios: nuestro Padre es humilde más allá de todo lo concebible. Cuando Jesús llora, el sufrimiento misterioso del Padre de amor ha entrado verdaderamente en nuestra carne. Habría que leer todo el Evangelio a la luz de esta teofanía: todo aspecto de la kénosis del Verbo, es decir, de nuestra condición humana auténtica, manifiesta al Santo de Dios que se ha sumergido en ella. Por el bautismo del Hijo en nuestra humanidad, toda carne -persona y comunidad, tiempo y mundo, sufrimiento y alegría, muerte y vida- está impregnada de la Presencia del Totalmente-Otro. (…) El Padre mismo sella este advenimiento con su testimonio: “este es mi Hijo amado, en quien me complazco” ¿Este? Este hombre visible y al que se le considera hijo de José, es, en efecto, el esplendor de la Gloria del Padre. Por él, cada uno de los hijos dispersos de Dios podrá llegar a ser la alegría del Padre y su Morada deseada.» (Corbon, pp. 45-46)

No es Jesús, sino el agua del Jordan la que es purificada en este baño. Y en este momento cobra sentido su existencia. El agua del diluvio cubrió la tierra, y una paloma trajo a Noé la promesa de vida, simbolizando este momento. El agua del Nilo sostuvo a Moisés, esperando este momento. El agua del Mar Rojo se retiró para dejar pasar este momento. La roca del desierto se abrió y derramó el agua que sació la sed del pueblo, preanunciando este momento. A partir de ahora, el agua será signo de la nueva creación en el Espíritu Santo.

El mar lo vio y huyó, el Jordán retrocedió,

los montes brincaron como carneros,

 las colinas igual que corderos.

Mar, ¿qué pasa que huyes,

y tú, Jordan, que retrocedes,

montes que brincáis como carneros,

colinas igual que corderos?

La tierra tiembla en presencia del Dueño,

en presencia del Dios de Jacob,

el que cambia la peña en estanque

y hace del pedernal una fuente. (Salmo 113 3-8)

En el mosaico que contemplamos, vemos a Juan Bautista humildemente encorvado, inclinado cuanto le es posible, consciente de ser él quien debería ser bautizado por el Hombre del Río. Pero por más que se inclina, no logra estar más bajo que Aquel a quien bautiza. La humildad de Jesús, la kénosis del Verbo, ha llevado a Dios a abajarse hasta el fondo de nuestra humanidad, hasta tomar sobre sí nuestros pecados y hacer suya la misma muerte. Jesús aparece vestido tan sólo con el perizoma, paño con el que se le representa también en las escenas de la crucifixión. En otros iconos de la tradición oriental, se le representa en el bautismo del Jordán completamente desnudo, recordando a Adán y Eva en el Paraíso, despojados de su vestidura de gloria y desnudos a causa del pecado. El Verbo ha asumido nuestra desnudez, para revestirnos de nuevo de la gloria y del amor del Padre. El Verbo se ha hundido en la muerte, la muerte ha sido sepultada y ha resucitado con Cristo para todo hombre una vida nueva, que no tendrá fin.

Bautismo de esperanza. No es aún nuestro momento… Jesús, Dios y Hombre verdadero, ha de recorrer en silencio su camino hasta la Pascua. Pasada la muerte, danzará la Vida. Y entonces el bautismo en el nombre del Padre, y del Hijo y del Espíritu Santo, hará de nosotros hijos en el Hijo. Seremos bañados, inundados, del amor del Padre, y una vida nueva, la de Cristo, será corriente de agua que penetre y empape de gozo y sentido nuestra existencia.

«Tú eres mi hijo. Tú eres mi alegría», nos dice el Padre.