SEGUNDO MISTERIO
La Visitación
En aquellos días, se puso en camino María y se dirigió con prontitud a la región montañosa, a una población de Judá. Entró en casa de Zacarías y saludó a Isabel. En cuanto oyó Isabel el saludo de María, saltó de gozo el niño en su seno; Isabel quedó llena de Espíritu Santo y exclamó a gritos: «Bendita tú entre las mujeres y bendito el fruto de tu seno; ¿cómo así viene a visitarme la madre de mi Señor? Porque apenas llegó a mis oídos la voz de tu saludo, saltó de gozo el niño en mi seno. ¡Feliz la que ha creído que se cumplirían las cosas que le fueron dichas de parte del Señor!»
Hemos sido visitados
¡Cómo desearía que todos hayan tenido alguna vez la experiencia que voy a describir ahora! Y es la de sentirse honrados por la visita de alguien. Uno se encuentra en su casa, o en su oficina, o en la cama del hospital… y de repente alguien ha venido a visitarnos. Y nuestro espacio nos parece demasiado pequeño y demasiado pobre y nos conmueve saber que quien ha venido lo sabe, y no espera nada más. Ha venido buscándonos a nosotros, así como somos, así donde estamos, cuando no tenemos mucho que ofrecerle, o tal vez nada.
Abraham recibió en su morada, en Mambré, a tres ángeles de Dios, los acomodó lo mejor que pudo a la sombra de una encina y corrió a organizar la comida: mandó matar un ternero cebado, pidió a su mujer que hiciera hogazas de pan como para alimentar decenas de bocas… Y en realidad, ¿qué podía ofrecerle Abraham a quien llegaba a donarle, más bien, el fruto de la Promesa? Aquellos mensajeros le confirmaron la llegada del hijo esperado. Y Abraham, visitado, comprendió que iba a recibir una visita todavía más anhelada… Por eso ha sido llamado nuestro padre en la fe. El padre de los creyentes. ¡Bendito tú que has creído, Abraham…!
De la misma manera Isabel comprende la llegada de María, portadora de su Señor. ¡Bendita tú que has creído! ¿De dónde a mí que me visite la madre de mi Señor? El niño en su seno ha saltado de gozo, el Espíritu Santo ha inundado su corazón, e Isabel reconoce el tiempo de su visitación (cfr. Lc 19,44). Es el Señor que llega. El Mesías esperado ha rasgado los cielos y ha descendido (cfr. Is 64,2), tomando nuestra carne (cfr. Jn 1,14), para habitar entre nosotros, redimirnos, derramar su Espíritu de vida, y, vencedor de la muerte, introducirnos en su Cuerpo y conducirnos consigo a la casa del Padre.
María encuentra en Isabel un corazón humilde. Un corazón probado. Su esterilidad, tan humillante entre las mujeres israelitas de su tiempo, había sido alcanzada por la misericordia y el poder del Señor. Y cuanto con Zacarías habían sembrado entre lágrimas, germinaba por gracia entre cantares (cfr. Sal 126, 5). Quien ha vivido la Pascua, no olvidará nunca que ha sido salvado. Pero no sólo: no olvidará tampoco que mientras su vida recorre a pie los caminos de lo posible, «nada es imposible para Dios» (Lc 1, 37). Y entonces la esperanza renace. Y entonces la memoria del pecado se derrama en un río de gratitud y en un clamor hambriento y sediento del Salvador, pues como dice Florenskij, aquella persona que no olvida que es pecadora «no desea tener limpio su cuartucho para ser ella misma alabada, sino implora llorando la visita a este cuartucho, aunque haya sido apresuradamente reordenado, de Aquel que con una sola palabra puede expulsar a todos los demonios de su morada». (Pavel Florenskij, Le porte reali. Saggio sull´icona. Trad. mía).
Isabel exclama ante María ¿de dónde a mí que me visite la madre de mi Señor? Y de ella aprendemos el acento con el que en la liturgia eucarística somos invitados a exclamar, instantes antes de la comunión, con las palabras del centurión: «Señor, no soy digno de que entres en mi casa, pero una palabra Tuya bastará para sanarme». (cfr. Mt 8,8)
El Río que salva
Contemplamos este riquísimo mosaico de la Visitación, situado en una capilla de las religiosas franciscanas isabelinas.
María revestida de Cristo llega presurosa, y es acogida con gozo por Isabel. Entre ellas, dos ríos se cruzan, el Río de la Vida que porta María, representando la divinidad con el color rojo, cruza y se introduce en el río que nos recuerda no sólo la humanidad en la que el Verbo se ha hecho carne, sino también el río Jordán en el que el mismo Verbo se introducirá para ser bautizado por Juan el Bautista, que el mosaico claramente prefigura a las espaldas de Isabel, pero implícitamente expresado también con el río que atraviesa el seno de Isabel hasta alcanzarlo. Juan exulta en esta primera visita del Hijo de Dios, y el Espíritu divino le concede el gozo que traerá siempre consigo en adelante toda visita de Jesús. Es tiempo de consolación. Es tiempo de alegría. Hemos sido alcanzados por el Salvador. Hemos sido visitados. No sólo ha entrado en nuestra casa, como hace con la de Juan, Isabel y Zacarías, como hará en la de Zaqueo el publicano, llenando a su paso de alegría nuestra vida (cfr. Lc 19,6), sino ha calado hasta el fondo de nuestro ser, ha llegado al corazón. Se conmueven las entrañas de Isabel. Se conmueve Juan que no ha nacido aún. Se conmueve María, y canta:
Alaba mi alma la grandeza del Señor
y mi espíritu se alegra en Dios mi salvador,
porque ha puesto los ojos en la pequeñez de su esclava.
Desde ahora, todas las generaciones me llamarán bienaventurada.
porque ha hecho en mi favor cosas grandes el Poderoso,
Santo es su nombre,
y su misericordia alcanza de generación en generación
a los que le temen.
Desplegó la fuerza de su brazo,
dispersó a los de corazón altanero.
Derribó a los potentados de sus tronos
y exaltó a los humildes.
A los hambrientos colmó de bienes
y despidió a los ricos con las manos vacías.
Acogió a Israel, su siervo,
acordándose de la misericordia,
como había anunciado a nuestros padres
en favor de Abraham y de su linaje por los siglos.
(Lc 1, 46-56)