TERCER MISTERIO
El Nacimiento de Jesús (2)
«Por aquel entonces, se publicó un edicto de César Augusto, por el que se ordenaba que se empadronase todo el mundo. Este primer empadronamiento tuvo lugar siendo Cirino gobernador de Siria. Todos fueron a empadronarse, cada cual a su ciudad. También José subió desde Galilea, de la ciudad de Nazaret, a Judea, a la ciudad de David, llamada Belén, por ser él de la casa y familia de David, para empadronarse con María, su esposa, que estaba encinta. Mientras estaban allí, se le cumplieron los días del alumbramiento y dio a luz a su hijo primogénito. Lo envolvió en pañales y lo acostó en un pesebre, porque no tenían sitio en el albergue». (Lc 2, 1-7)
Nos ha nacido un Salvador
En el artículo anterior contemplábamos a Jesús como «el Sol que nace de lo alto», el Verbo eterno que se abajó (kénosis) en humildad infinita para asumir nuestra naturaleza humana y ofrecernos la salvación. Una vez Dios se hace hombre, y ha entrado en nuestra historia, el camino del hombre se transforma, en Cristo, en historia de salvación.
¿Puede el hombre a base de sólo esfuerzo alcanzar a Dios? Esto insinuaba la herejía pelagiana, que ponía todo el acento en la voluntad del hombre. Es fácil encontrar cristianos de buena voluntad que se sienten «frustrados» cuando mes a mes y año tras año llegan a la confesión con las mismas faltas; cuántas veces expresan, tal vez en una conversación con un padre o madre espiritual, que sienten que «quieren cambiar y no lo consiguen», o que «deberían estar más adelantados» en la vida espiritual y expresan su desaliento con expresiones tales como: «no hay remedio, no puedo», «nunca seré santo». Son sentimientos y palabras que manifiestan una confusión. ¿Cómo podría el hombre hacerse santo a sí mismo? ¿Ha tendido él la escalera hacia el cielo? ¿Podría algún hombre darse vida eterna? San Atanasio, con tantos otros padres de la Iglesia, comentó abundantemente esta consecuencia del dogma de Calcedonia: gracias a que el Hijo de Dios se hizo hombre, el hombre puede ser en Cristo por la acción del Espíritu Santo «divinizado», «santificado». San Ireneo lo expresa con sencillez: «Dios ha bajado hasta los hombres para que el hombre suba hasta Dios». ¡Tenía que venir Él!
«Vosotros sois mis testigos -oráculo de Yahvé- y mi siervo a quien he elegido, para que me conozcáis y creáis en mí, y entendáis que yo soy: Antes de mí no fue formado otro dios, ni después de mí lo habrá. Yo, yo soy Yahvé, y fuera de mí no hay salvador. Yo lo anuncié y os he salvado (…)» (Is 43, 11-12a)
De ahí la alegría, la gratitud, la alabanza y el estupor de ángeles y pastores. Jesús nace en Belén y la ternura del Padre nos alcanza. De esto hablaba el Santo Padre Francisco, durante el ángelus del 16 de diciembre de este año, a los niños congregados en la Plaza de San Pedro:
«Queridos niños, cuando en sus casas se recojan en oración ante el pesebre, fijando la mirada en el Niño Jesús, sentirán el estupor, que es más que una emoción fuerte. Es ver a Dios y sentirán estupor por el gran misterio de Dios hecho hombre. El Espíritu Santo pondrá en sus corazones la humildad, la ternura y la bondad de Jesús porque Jesús es bueno, es tierno, es humilde. ¡Esta es la verdadera Navidad! No se olviden».
La Palabra eterna se ha introducido en la historia. Y Aquel que ha bajado del cielo, desciende a su vez de Abraham, de Isaac, de Jacob… del rey David… La Vida viene a vivir con nosotros… Dios con nosotros y como nosotros nacerá pobre y será envuelto en pañales. El Altísimo crecerá en estatura, la Verdad en sabiduría, el Hijo de Dios en gracia… (Lc 2, 52) y Aquel que es el Camino recorrerá nuestros senderos, desérticos tantas veces, «para guiar nuestros pasos por el camino de la paz», acompañándonos paso a paso, de Èxodo en Èxodo, y de Pascua en Pascua, de vuelta al Padre.
El pueblo de Israel no podía salvarse a sí mismo de la esclavitud de Egipto. No podía abrir el Mar Rojo. No podía sustentarse en el desierto, ni salir victorioso de batallas con enemigos muy superiores a ellos en fuerzas y en número. La experiencia liberadora quedará grabada en su memoria generación tras generación: ¡Dios nos salvó! (cfr. Is 43) Esta no es subjetiva, individual. Es una experiencia comunitaria y tan objetiva, que hasta los pueblos vecinos no pueden no reconocerlo y dar gloria a Dios por ello: «Los confines de la tierra han visto la salvación de nuestro Dios. ¡Aclama a Yahvé tierra entera, gritad alegres, gozosos cantad!» (Sal 98, 3b-4). Los salmos se multiplican en expresiones de gratitud, de alabanza, de reconocimiento, de confianza en Dios, en cuya fidelidad y lealtad está depositada toda esperanza.
En el mosaico de la Natividad que ahora contemplamos el Niño Jesús se muestra como Aquel cuya misma existencia es el evento que nos salva, en un único misterio que abarca desde la Encarnación hasta la Pascua. Por ello el Niño envuelto en pañales extiende los brazos en forma de cruz mientras su costado herido y sus ojos abiertos anuncian la Buena Noticia que los ángeles cantarán: «¡os ha nacido un Salvador!». En la resurrección del Hijo de Dios, la muerte será vencida por la Vida. Esto mismo indican la oscuridad de la gruta y del pesebre que recuerdan el sepulcro abierto del Salvador desde el cual los ángeles volverán a anunciar, una vez cumplida, «esta gran alegría que es para todo el pueblo».
Contigo la fosa ya no es más una fosa,
Porque en ti se sube al cielo.
Contigo el sepulcro ya no es más un sepulcro
Porque tú eres también la resurrección.
(Efrén el Sirio, Himnos sobre la natividad 6,1-6)
En la estrella de Belén nos parece adivinar el nuevo Sol que ha nacido, en la gruta, las tinieblas serán vencidas por la Luz que se ha sembrado como Vida en el seno de la tierra, abrazando la naturaleza humana, en el seno de María.
Ella la Madre, se encuentra en una actitud dinámica, activa. Su humanidad indicada por el vestido azul, ha sido revestida de gracia (el manto rojo), y «la toda santa» ha sido llamada a participar y colaborar con todo su ser, todo su espíritu, alma, cuerpo, acogiendo y custodiando en su ser la acción del Espíritu Santo por cuyo poder el milagro ha ocurrido: la Virgen es Madre de Dios. Es el Amor hecho Don en Jesús el que suscita en nuestros corazones el impulso de corresponderle con un amor de características semejantes: libre, oblativo, pacífico, alegre… La salvación es donada, pero ha de ser acogida. Dios caminará con nosotros. Y nosotros con Él.
Dormido junto a la gruta, vemos a san José. Podría parecer una figura pasiva, si no fuera porque sabemos que, a San José, Dios Nuestro Señor, le habló en sueños y al despertar José hizo siempre lo que Dios quería… Sin embargo, el mosaico nos recuerda que el Padre de Jesús es Dios. El lugar de José en el cuadro indica su vocación y misión de padre adoptivo, subrayado por la vara de Jesé, memoria de la descendencia legal que en él se cumple.