CUARTO MISTERIO GLORIOSO
«Y si el Espíritu de Aquel que resucitó a Jesús de entre los muertos habita en vosotros, Aquel que resucitó a Cristo de entre los muertos dará también la vida a vuestros cuerpos mortales por su Espíritu que habita en vosotros. (…) En efecto, todos los que se dejan guiar por el Espíritu de Dios son hijos de Dios. Y vosotros no habéis recibido un espíritu de esclavos para recaer en el temor; antes bien habéis recibido un espíritu de hijos adoptivos que nos hace exclamar: ¡Abbà, Padre! El Espíritu mismo se une a nuestro espíritu para dar testimonio de que somos hijos de Dios. Y si somos hijos también somos herederos: herederos de Dios y coherederos de Cristo, si compartimos sus sufrimientos, para ser también con él glorificados». (Rom 8, 11.13-17)
Esta vida que vivimos está entretejida de esperas. Deseamos, preparamos, confiamos, disponiéndonos a recibir el futuro. Recogemos la cera derramada entre lágrimas en la ilusión fracasada, pero alimentamos el pabilo encendido para la última esperanza. Crecemos mientras vivimos, y la vida crece en nosotros. «La creación entera gime hasta el presente y sufre dolores de parto. Y no sólo ella; también nosotros, que poseemos las primicias del Espíritu, nosotros mismos gemimos en nuestro interior anhelando el rescate de nuestro cuerpo» (Rm 8, 22-23). Pero el corazón que sufre tanto por no poder amar como desearía, se consolaría si supiera que el amor sembrado por el camino está germinando en silencio frutos de eternidad. Que mientras aguardamos, estamos siendo gestados en la vida eterna que ya ha comenzado. «La salvación, dice san Pablo, tiene que ver con la esperanza (cfr. Rm 8,24).
Esta vez, María, te tocaba nacer a ti. Tú también viviste esperando.
Te uniste a la espera de tu pueblo, como pequeña anawin, orando y ofreciéndote por la llegada del Mesías; en espera te halló el ángel y comenzó para ti el primer Adviento, mientras en tu seno se gestaba Jesús, Dios y Hombre verdadero. Esperasteis con José a oscuras en Egipto ser llamados de vuelta a casa; esperasteis después, que la Luz que Simeón reconoció resplandeciera ante los hombres. Esperaste largos años el que se cumplieran en tu Hijo las palabras del ángel, dando vueltas en el corazón a sucesos y palabras que no alcanzabas a comprender. Aguardaste, Madre de la esperanza, la llegada de la Hora de Jesús. Inspiraste con tu amor la de Caná. Acogiste con dolor la de la Cruz, que también Simeón te había anunciado. Y velaste en la espera, con fe y esperanza inauditas, al alba del Primer día de la semana en que la Vida de tu Hijo volvió a brillar, esta vez para siempre. Esperaste y acogiste con los apóstoles en el Cenáculo la venida del Espíritu Santo, y aguardaste por fin, pacientemente, en tu segundo Adviento, la venida esponsal de tu Hijo, mientras en tu seno se gestaba la Iglesia.
El Espíritu Santo había venido sobre María, el Verbo se había hecho Carne y su historia cotidiana se desenvolvía en la plenitud de los tiempos. Pero Ella no lo sabía. La esperanza era su camino, el amor su cumplimiento, no uno y después otro, sino en simbiosis única: mutuamente alimentándose el uno del otro. La Madre, recorría con pasos de amor las penumbras de su camino de fe, y quienes vivieron con Ella, a su lado, se experimentaron amados. Madre de Dios, su Hijo fue creciendo como hombre, cobijado por su amor. Era bella. Transformada a su vez en Jesús, mujer hecha eucaristía, Cuerpo de Cristo y vida donada, su existencia trasfigurada iluminó, llenó de calor y «dio a luz» en la Iglesia a los hombres y mujeres concretos que el Espíritu le confió. Si los primeros cristianos la recordaron y veneraron como Madre de Dios y madre de todos, no fue como resultado de una elucubración teológica sino el fruto de una profunda experiencia personal y de comunión en el Hijo.
«Si yo te amo y hago un gesto de amor hacia ti, éste es el gesto más bello que tú puedas ver y ciertamente lo recordarás siempre. El amor hace eternas las cosas. Por eso Cristo resucitado lleva en su cuerpo las flores de los clavos. Son la señal de que es verdaderamente Él. En el momento de la crucifixión su cuerpo ha sido completamente asumido por el amor. Por eso no podía permanecer a merced de la muerte y por el mismo motivo llevará las señales de la muerte también después. Del mismo modo, el cuerpo de la Virgen, que en la maternidad ha estado totalmente en función del amor, ahora no puede someterse a la putrefacción. La Dormición es un misterio grande, lleno de esperanza para todos nuestros pequeños gestos de amor» (ŠPIDLÍK- RUPNIK, La fe según los iconos).
Sí, la salvación tiene que ver con la esperanza, es decir, con Cristo vivo y resucitado. Sólo que, «si esperamos lo que no vemos, hemos de aguardar con paciencia». (cfr. Rm 8, 24-25) ¿Cómo penetrar el misterio del camino recorrido por María durante su vida terrena, toda oblación y acogida, filial y gozosa? Enamorada del Padre, volcada en el Hijo, llena del Espíritu Santo... Intuimos apenas su combate orante en las tinieblas de la fe, la fatiga y el dolor de la esperanza, probada por tantos sufrimientos, con el mosto de la paciencia. Llega hasta nosotros, pasados los siglos, la corriente de agua viva que halló en Ella su manantial humilde y transparente, luz y pureza de una vida donada sin límites en el servicio y el amor, y nos cobijamos seguros en la ternura silenciosa, infinita, de su corazón de madre. Cuántas veces habrá venido en su ayuda el Espíritu Santo, intercediendo por ella también «con gemidos indescriptibles». «Y el que examina el interior de las personas ya sabe lo que anhela el Espíritu, y que cuando intercede en favor de los santos lo hace conforme a la voluntad de Dios. Por lo demás, sabemos que en todas las cosas interviene Dios para bien de los que le aman…» (Rm 8, 27-28).
Y un día llegó por fin su Hijo a llevársela consigo. El mosaico que contemplamos retoma la tradición con la que los cristianos orientales contemplan el misterio de la Asunción: la Dormición de María. En ella, siguiendo los apócrifos, los antiguos iconos suelen representar a los doce Apóstoles -en ocasiones incluso a San Pablo- quienes habrían sido llevados por el Espíritu Santo a Éfeso para acompañar a María en el momento de su muerte. En este mosaico que se encuentra en Pistoia, Italia, vemos a dos de ellos: Juan Evangelista, el discípulo amado a quien Jesús confió a su Madre desde la Cruz y la recibió desde aquel día en su casa (cfr. Jn, 19, 25ss), y Pedro, quien sostiene en sus manos el incienso con el que se eleva al Padre en alabanza de suave olor el perfume de la vida y el amor de la Santísima Virgen consumidos por el fuego del Espíritu Santo. De pie, en el centro, junto a su Madre, se encuentra su Hijo, Jesucristo, resucitado.
«El motivo iconográfico más sorprendente y dogmáticamente más profundo es que en la escena central no está la Madre de Dios que sube al cielo, sino, por el contrario, Cristo que desciende a la tierra en medio de querubines, con la gloria propia del final de los tiempos. Por tanto, el paso de esta vida a la otra se lleva a cabo a través de Cristo, de su presencia. Para su Madre, la última venida de Cristo es pre-participada, puesto que ella es el “éschaton”, la perfección última de lo creado. El así llamado “escatologismo” de las Iglesias orientales encuentra aquí su mejor expresión: la segunda venida de Cristo a la tierra es la realidad del futuro que nos espera. Pero para los santos está siempre, de alguna manera, ya presente. Por eso en Oriente se veneran con tanta devoción los cuerpos de los santos que se han conservado incorruptos después de la muerte, las reliquias que hacen maravillas. Son un pequeño presagio de la Jerusalén celestial en medio de este mundo. La Dormición de la Madre de Dios es firme expresión de esta esperanza y prenda de seguridad. El significado de dicho icono se podría expresar con este pensamiento de Cristo: “Si la Madre me ha dado un cuerpo físico, ahora yo le doy la vida eterna”». (ŠPIDLÍK-RUPNIK, La fe según los iconos)
En brazos de Jesús resucitado, blanca como una niña recién nacida, como vestimos a nuestros niños cuando los llevamos a bautizar, está María. La Morada que Jesús ha preparado para Ella en la Jerusalén celeste, está lista, y ha venido a participarle Su triunfo sobre la muerte. A Ella, la primera, como lo hará después – ¡así lo profesamos en el Credo con esperanza cierta! – también con nosotros.
«Después miré y pude ver una muchedumbre inmensa, incontable, que procedía de toda nación, razas, pueblos y lenguas. Estaban de pie delante del trono y del Cordero, vestidos con ropas blancas y llevando palmas en sus manos. Entonces se ponen a gritar con fuerza: «La victoria es de nuestro Dios, que está sentado en el trono, y del Cordero». (…) Uno de los Ancianos tomó la palabra y me dijo: “¿Quiénes son y de dónde han venido ésos que están vestidos de blanco?” Yo le respondí: “Señor mío, tú lo sabrás”. Me respondió: “Ésos son los que llegan de la gran tribulación; han lavado sus vestiduras y las han blanqueado con la sangre del Cordero. Por eso están delante del trono de Dios, dándole culto día y noche en su Santuario; y el que está sentado en el trono extenderá su tienda sobre ellos» (Ap 7,9).
Amada y preciosa a los ojos de Dios (cfr. Is 43,4; Lc 1,30), ¡bendita tú entre las mujeres, Madre nuestra! (cfr. Lc 1,42)
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