La figura de los primeros cristianos me resulta sumamente atractiva. Su testimonio es verdaderamente apasionante. ¿Dónde estaba el secreto de aquellos hombres? Creo que estaba en que habían hecho una experiencia personal del amor de Cristo y estaban impregnados del Espíritu Santo.
1. La experiencia personal del amor de Cristo
Una experiencia que es actual. A la que estamos todos llamados. Un amor –el de Cristo- que quiere establecer su reinado en nuestros corazones. El documento de Aparecida (CELAM, 2007, n.18) nos lo recordaba así hace algunos años: «Conocer a Jesucristo por la fe es nuestro gozo; seguirlo es una gracia, y transmitir este tesoro a los demás es un encargo que el Señor, al llamarnos y elegirnos, nos ha confiado».
Y más adelante, añade: «Jesús invita a encontrarnos con Él y a que nos vinculemos estrechamente a Él porque es la fuente de la vida (cf. Jn 15, 5-15) y sólo Él tiene palabras de vida eterna (cf. Jn 6, 68). En la convivencia cotidiana con Jesús y en la confrontación con los seguidores de otros maestros, los discípulos pronto descubren dos cosas del todo originales en la relación con Jesús. Por una parte, no fueron ellos los que escogieron a su maestro. Fue Cristo quien los eligió. De otra parte, ellos no fueron convocados para algo (purificarse, aprender la Ley…), sino para Alguien, elegidos para vincularse íntimamente a su Persona (cf. Mc 1, 17; 2, 14). Jesús los eligió para «que estuvieran con Él y enviarlos a predicar» (Mc 3, 14), para que lo siguieran con la finalidad de «ser de Él» y formar parte «de los suyos» y participar de su misión (Aparecida 131).
La admiración por la persona de Jesús, su llamada y su mirada de amor buscan suscitar una respuesta consciente y libre desde lo más íntimo del corazón del discípulo, una adhesión de toda su persona al saber que Cristo lo llama por su nombre (cf. Jn 10, 3). Es un «sí» que compromete radicalmente la libertad del discípulo a entregarse a Jesucristo, Camino, Verdad y Vida (cf. Jn 14, 6). Es una respuesta de amor a quien lo amó primero «hasta el extremo» (cf. Jn 13, 1). En este amor de Jesús madura la respuesta del discípulo: «Te seguiré adondequiera que vayas» (Lc 9, 57) (Aparecida 136).
Los primeros cristianos no transmitían una idea, un método, un plan…. No poseían una estrategia. Simplemente daban testimonio de su experiencia personal del Hijo de Dios. Como Moisés que bajaba de la montaña con el rostro resplandeciente (Ex 34, 29-35), los primeros cristianos irradiaban la luz que habían recibido de su encuentro con Cristo. Hablaban de Cristo como Alguien a quien ellos conocían de primera mano, como su hermano, su amigo, su Redentor.
Cuando hablaban de Cristo, se remitían a una experiencia personal: «Yo le vi dar la vida por mí». «Yo le vi resucitado». «Os anunciamos lo que hemos visto y oído….» (Act 4, 20) «Nosotros somos testigos de todo esto…» (Act 5, 32) «A este Jesús Dios le resucitó; de lo cual todos nosotros somos testigos» (Act 2, 32)
A partir de esa experiencia, Pablo alcanzó una certeza de fe y amor que le quemaba el corazón: «Sé en quien he creído y estoy cierto» (Tim 1, 12). Su experiencia de Cristo dividía su existencia en un antes y un después. Era honda y ardiente, como una espada de fuego que atravesaba el alma y la vida, hasta hacer a Pablo exclamar: «Todo lo tengo por basura con tal de ganar a Cristo» (Fil 3,8)
Ese amor los impulsaba a predicar
Era tan arrolladora la pasión de amor por Cristo en el corazón de los primeros cristianos, que se convertía en un mensaje a comunicar con fuerza incontenible. De la experiencia personal del amor de Cristo brotaba el sentido de misión: «Ay de mí si no predico el evangelio». (1 Cor 9, 16) La experiencia de Cristo encendía en ellos una luz que iluminaba no sólo sus vidas, sino la de cuantos les rodeaban.
«Después de haberles dado muchos azotes, los echaron a la cárcel y mandaron al carcelero que los guardase con todo cuidado. Este, al recibir tal orden, los metió en el calabozo interior y sujetó sus pies en el cepo. Hacia la media noche Pablo y Silas estaban en oración cantando himnos a Dios; los presos les escuchaban. De repente se produjo un terremoto tan fuerte que los mismos cimientos de la cárcel se conmovieron. Al momento quedaron abiertas todas las puertas y se soltaron las cadenas de todos. Despertó el carcelero y al ver las puertas de la cárcel abiertas, sacó la espada e iba a matarse, creyendo que los presos habían huido. Pero Pablo le gritó: «No te hagas ningún mal, que estamos todos aquí». El carcelero pidió luz, entró de un salto y tembloroso se arrojó a los pies de Pablo y Silas, los sacó fuera y les dijo: «Señores, ¿qué tengo que hacer para salvarme?» Le respondieron: «Ten fe en el Señor Jesús y te salvarás tú y tu casa». Y le anunciaron la Palabra del Señor a él y a todos los de su casa. En aquella misma hora de la noche el carcelero los tomó consigo y les lavó las heridas; inmediatamente recibió el bautismo él y todos los suyos. Les hizo entonces subir a su casa, les preparó la mesa y se alegró con toda su familia por haber creído en Dios» (Act 16, 23-34).
¿Qué hicieron Pablo y Silas aquella noche…? Estaban presos; su amor les llevó a cantar himnos al Señor. Y fue Él, el Señor, quien soltó los cepos y abrió las puertas de la cárcel, y las del corazón de aquel carcelero. Oración: testimonio contundente; luz que alumbra en la oscuridad. Llegó la pregunta contagiada de entusiasmo: ¿Qué tengo que hacer para salvarme? Y el fruto: «recibió el bautismo él y todos los suyos».
Autor, P. Evaristo Sada L.C. (Síguelo en Facebook)
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