La mayor parte de los hombres, como el joven del Evangelio, vuelven tristemente las espaldas al escuchar la enseñanza de Jesús. ¡Se apegan tanto al pobre corazón las cosas terrenas! ¡Tan hondamente arraigada se lleva en el alma la engañosa idea de que los bienes efímeros contribuyen a la felicidad! Y no saben que al apartarse de Jesús se apartan de la dicha, que al cerrar sus oídos a las palabras de vida, cierran las puertas de su alma a la felicidad que ansían. El desprendimiento es ya una felicidad; quienes lo realizan sienten la dicha de ser libres, la felicidad de ser puros, la dicha incomparable de encontrar a Dios. Sin duda que las criaturas pueden llevar a Dios. ¿No hacía escala para subir a los cielos del perfume de las flores, del cantar de las aves, del murmullo misterioso de la hermana agua aquel divino artista que contempla la creación bajo el prisma mágico de su ardiente amor? ¿No sirvió de base la sabiduría humana al Águila de Aquino para levantar su vuelo a la sabiduría celestial? ¿No fueron los reinos terrenos los que condujeron al reino eterno a numerosos reyes santos? Mas para que las cosas nos sirvan de escalas para el cielo es preciso pasar por ellas sin detenerse; poner en ellas las plantas, pero no el corazón. La Iglesia pide a Dios en la oración de la Dominica XVII del tiempo ordinario: «que siendo Él nuestro director y nuestro guía, pasemos de tal suerte por los bienes temporales que no perdamos los eternos». (El Espíritu Santo)