Es dulce y fortificante contemplar las cumbres. Están impregnadas de paz, nimbadas de luz, henchidas de encantos celestiales. Mirándolas el alma se desprende de las cosas terrenas, se serena y siente el ansia feliz de subir, de volar. La verdadera cumbre está más allá de la muerte, en la Patria eterna, en la región dichosa en la que Dios es todo en todos, en la que las almas purificadas y felices se encuentran y se aman en el seno inmenso y amoroso de Dios, en el gozo de la caridad eterna, en la plenitud de la paz indeficiente. Pero Dios, rico en bondad y misericordia, quiso que antes de lograr la vida eterna, las almas que le aman y que dejaron por Él todas las cosas recibieran desde es esta vida el ciento por uno que prometió Jesús; y aunque veladas con las sombras de imperfección que no pueden desaparecer totalmente en el destierro, se yerguen, como anuncios de la dulce Patria, como prendas del gozo eterno, las Bienaventuranzas que predicó el Maestro en la montaña, verdaderas cumbres de perfección, y de felicidad. Que las almas ávidas de amor y sedientas de felicidad las miren, que las almas fuertes para el dolor suspiren por ellas, que sueñen vivir allá arriba respirando la atmósfera pura, tranquila y confiadas a subir por los senderos abruptos y sangrientos que el Evangelio nos marca con divina precisión. (El Espíritu Santo)