Tercer misterio glorioso
«Al llegar el día de Pentecostés, estaban todos reunidos en un mismo lugar. De repente vino del cielo un ruido como el de una ráfaga de viento impetuoso, que llenó toda la casa en la que se encontraban. Se les aparecieron unas lenguas como de fuego que se repartieron y se posaron sobre cada uno de ellos; quedaron todos llenos del Espíritu Santo y se pusieron a hablar en otras lenguas, según el Espíritu les concedía expresarse». (Hech 2, 1-4)
María y los Apóstoles se encontraban reunidos en el Cenáculo, orando. Habían pasado cincuenta días desde la Pascua y, sin duda en el silencio y en la vida compartida, las emociones se habían ido asentando, la fe se había ido fortaleciendo, y sus corazones purificados en el dolor, en la experiencia de la salvación, en las vigilias y oraciones de aquel período, se iban disponiendo para acoger a Aquel que haría de ellos verdaderos adoradores «en espíritu y en verdad».
Había sido precisamente en una solemnidad anterior, la de los Tabernáculos, cuando «el último día de la fiesta, el más solemne, Jesús puesto en pie, gritó: “Si alguno tiene sed, venga a mí, y beba. El que crea en mí -como dice la Escritura- de su seno correrán ríos de agua viva”. Esto lo decía refiriéndose al Espíritu que iban a recibir los que creyeran en él. Porque aún no había Espíritu, pues todavía Jesús no había sido glorificado». (Jn 7, 37-39)
Según la ley judía (cfr. Lev 23, 9-32), la fiesta de Pentecostés o «de las Primicias», se celebraba 50 días después de la Pascua, en memoria del evento del Sinaí en que Yahvé entregó a Moisés la Torá. Junto con la Pascua y con la fiesta de las Tiendas o Tabernáculos, era una de las tres grandes solemnidades en que los judíos estaban llamados a subir a Jerusalén. Dada la época del año, en que la naturaleza entregaba las primeras cosechas, la fiesta se celebraba ofreciendo a Yahvé en el Templo la gavilla de las primeras espigas de la cosecha del trigo y los otros primeros frutos. De esta manera se reconocía y alababa a Dios providente de todo y Señor de su pueblo; mientras por parte de Dios se confirmaba la elección de su pueblo como hijos suyos.
Aquel día de Pentecostés, estaban María y los Apóstoles reunidos en Jerusalén, la ciudad santa, en oración, implorando la venida del Espíritu Santo, según Jesucristo resucitado les había indicado. Aquel día el Espíritu llegó invadiéndolo, encendiéndolo, iluminándolo todo; y todo cambió. Son ellos la gavilla joven de la humanidad nueva, el nuevo pueblo de Dios, la Iglesia santa que por el fuego del Espíritu es consagrada en el amor como cuerpo del Cristo total y se ofrece al Padre como primicia de una existencia eucarística que se prolongará en el mundo hasta el final de los tiempos. Serán –seremos- pan en el Pan, cuerpo en el Cuerpo, hijos en el Hijo. Unas llamas de fuego se posan sobre ellos, tal vez manando desde su interior, hechos todos zarza ardiente de caridad, hogazas que en el horno del Cenáculo por el poder del Espíritu se revisten de Cristo para alimentar al mundo.
«La Iglesia, sacramento del Resucitado, es el lugar de un pentecostés permanente», escribe Olivier Clément. Es la trasfiguración de los discípulos a imagen de Cristo resucitado, que opera el Espíritu Santo, mientras peregrinos en la historia dona una vida nueva, la vida eterna, a una muchedumbre de hijos que regresan en el Hijo a la casa del Padre. Una vida que es amor, participación en la vida del Padre, del Hijo y el Espíritu Santo, que se revela como comunión de personas. Una vida que es don y acogida, que ha sido recibida y que se ofrece en el amor, una vida que refleja el rostro del Padre, que nos hace cada día más semejantes al Padre, cuerpo y alma, en el Hijo Jesucristo. La vida espiritual no es una vida abstracta, desencarnada, irreal. Es nuestra misma vida, sufrida, trotada y gozada cotidianamente en el Espíritu, en comunión con Dios y con nuestros hermanos.
¡Y el corazón se ensancha de paz y confianza infinitas recorriendo contigo María, Madre nuestra, el camino de la vida; todos en ti y contigo, los unos en los otros desde que somos todos Cristo! En el seno maternal de la Iglesia, la comunión orante de muchos me sostiene, también de mi vida entregada por pobre que sea se sirve Dios para sostener a otros, y sobre todo tu presencia, tu amor, tu intercesión nos sostiene a todos.
En el mosaico vemos a María en medio de los apóstoles, en actitud de orante. Madre de la Acogida, quien prestó su seno a la Palabra por el poder del Espíritu Santo, mantiene los brazos levantados, mientras sus manos se acercan a los oídos de los discípulos, invitándolos a la escucha, a la memoria de la salvación contemplada en Cristo, a la acogida del Espíritu enviado por el Padre en nombre de Jesús (Jn 14, 26), fuego de amor incontenible que hará de ellos evangelizadores, profetas, testigos, mártires…
«Tras haber recibido el consejo
de mi padre espiritual
había entrado en el camino de la salvación
provisto de la santa decisión
de rezar incesantemente.
Pero mi pensamiento, ídolo terrestre,
no me permite
morar en el lugar de Dios,
en lo íntimo de mi corazón
al cual yo tiendo.
Por ello ayúdame tú, Protectora mía,
a permanecer firme en la invocación incesante,
ayúdame y cantaré:
… ¡Alégrate,
Madre de la oración perpetua!» (Himno de la zarza ardiente, cit. por O. Clément)
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