Quinto misterio.
La institución de la Eucaristía
«En verdad en verdad os digo que, si no coméis la carne del Hijo del hombre, y no bebéis su sangre, no tenéis vida en vosotros. El que come mi carne y bebe mi sangre tiene vida eterna, y yo le resucitaré el último día. Porque mi carne es verdadera comida y mi sangre verdadera bebida. El que come mi carne y bebe mi sangre permanece en mío, y yo en él. Lo mismo que el Padre, que vive, me ha enviado, y yo vivo por el Padre, también el que me coma vivirá por mí. Este es el pan bajado del cielo; no como aquel que comieron vuestros antepasados y murieron; el que coma este pan vivirá para siempre». (Jn 6, 54-58)
En España se come con pan, así como en México con tortillas de maíz. Sin pan no desayunas y los niños no meriendan. Sin pan, para qué servirse salsa. Sin pan, para qué los huevos fritos. Sin pan, el chocolate empalaga. Sin pan, nada. Y cuando hay pan, qué más quieres. Si acaso, algo de jamón… o de buen queso. Pero todo el resto, sobra. Esto, para decir que la tragedia de los israelitas cuando en el desierto se quedaron sin pan, debió de ser mayúscula. Que no tuvieran agua, vale. Que les persiguieran los egipcios, vale. Pero quedarse sin pan… Dios los libró de los egipcios, hizo salir un manantial de la roca y por supuesto, tampoco les iba a dejar sin pan… les envió el maná por cuarenta años, hasta que ya en la Tierra Prometida tuvieron la posibilidad de sembrar trigo.
El pan era importante para el pueblo judío, como lo es hoy día para tantos pueblos. El alimento básico, esencial. Después de cuarenta días de ayuno, Jesús mismo rechaza en el desierto la tentación de convertir para sí mismo las piedras en pan, pues «no sólo de pan vive el hombre sino de toda Palabra que sale de la boca de Dios». (Mt 4,4) Después, utilizará espontáneamente esta imagen para predicar el Evangelio a la gente sencilla. Y así, explica que el Padre nos dará siempre lo que pueda hacernos un mayor bien, como un padre no le daría una piedra al hijo que le pide pan; y recordando quizá las manos benditas de su Madre, comparará el Reino de los cielos a la levadura que fermenta toda la masa.
Llegado el momento de la necesidad, ante una multitud que lleva horas escuchando al Maestro en medio de un descampado, lo primero que piensan los apóstoles, agobiados, cuando Jesús les indica que den de comer a la gente es: ¿y de dónde sacaremos tanto pan..? Un joven presenta lo que ha traído para su propio almuerzo: cinco panes y dos peces, y el Señor multiplica la ofrenda. Volverá a suceder por segunda vez. Cuando más tarde comente a los discípulos que se libren de la levadura de los fariseos – personas que se creían religiosas pero que pedían pruebas empíricas para reconocer a Dios (Mc 8,11)- ellos pensarán que se refiere a que se habían olvidado de comprar pan. Y Jesús se sorprenderá de cómo no han comprendido, cuando habían repartido pan a miles y miles de personas que «comieron todo lo que quisieron» (Jn 6, 11), «comieron y se saciaron» (Mc 8, 8), e incluso habían recogido cestas y cestas de los trozos que sobraron después: «¿Todavía no entendéis?» (Mc 8, 17).
Después de la multiplicación de los panes, el evangelista Juan nos presenta el discurso del Pan de Vida, aquella predicación con la que Jesús preparó el camino para el gran misterio de la Eucaristía. Al día siguiente del estupendo milagro, la gente corrió a buscar a Jesús, y Él les dijo: «Vosotros me buscáis no porque habéis visto signos, sino porque habéis comido pan y os habéis saciado. No trabajéis por el alimento perecedero, sino por el alimento que permanece para vida eterna, el que os dará el Hijo del hombre, porque a éste es a quien el Padre Dios ha marcado con su sello…» (Jn 6,26-27) Le preguntan entonces qué tienen que hacer para obrar según Dios, y Jesús les responde: «la obra de Dios es que creáis en quien Él ha enviado…» Quieren saber entonces cómo estar seguros de que viene de Dios, y le preguntan: «¿qué signo haces para que al verlo creamos en ti? ¿Qué obra realizas? Nuestros padres comieron el maná en el desierto, según está escrito: Pan del cielo les dio a comer. Jesús les respondió: En verdad, en verdad os digo, que no fue Moisés quien os dio el pan del cielo, es mi Padre el que os da el verdadero pan del cielo, porque el pan de Dios es el que baja del cielo y da la vida al mundo. Entonces le dijeron: Señor, danos siempre de ese pan. Les dijo Jesús: Yo soy el pan de vida. El que venga a mí no tendrá hambre y el que crea en mí no tendrá nunca sed». (Jn 6, 30-35) «Yo soy el pan de vida. Vuestros padres comieron el maná en el desierto, y murieron; éste es el pan que baja del cielo, para que quien lo coma no muera. Yo soy el pan vivo bajado del cielo. Si uno come de este pan, vivirá para siempre, y el pan que yo le voy a dar es mi carne, para vida del mundo». (Jn 6, 48-51)
«¿Todavía no entendéis?». No sabemos si los apóstoles comprendieron cuanto había sucedido en la Última Cena. Probablemente fue necesaria la venida del Espíritu Santo en Pentecostés para iluminar sus mentes y sus corazones, actuando en sus vidas desde entonces con el mismo poder con el que el Padre había resucitado a Cristo. ¿Qué pensaríamos si Jesús nos dirigiera esta pregunta a nosotros? Quizá con humildad, ante el sacramento de la Eucaristía, muchos cristianos nos veríamos obligados a responder: Señor, quizá no del todo… quizá cuando vamos a misa se nos escapa lo más fundamental… ¿qué necesitamos entender? Le pedimos ayuda a Nicolás Cabasilas, quien nos dice:
«Cierto que los alimentos hacen vivir. Pero es bien diferente la manera que tiene este Misterio de comunicar la vida. Porque el alimento, por no ser en sí viviente, no puede comunicarnos la vida que él no posee; y si parece principio de vida para los que lo toman, es sólo por conservar la que encuentra ya en el cuerpo. No así el Pan de Vida, viviente por sí mismo, y que hace vivir en realidad a quienes lo reciben. De donde se sigue que el alimento se convierte en el que lo toma y el pez o el pan o cualquier otra comida en sangre humana. Pero todo lo contrario acaece aquí; el Pan de Vida cambia en sí a quien lo recibe y le transforma y le convierte en sí mismo. Nos imprime vida y movimiento, lo mismo que la cabeza y corazón hacen en el cuerpo humano, infundiéndonos la misma vida que él tiene. Es lo que quiso indicar el Salvador: que no nos comunicaría la Vida como un manjar ordinario, sino que nos infundiría la suya propia. Así como el corazón y la cabeza hacen derivar su vida a los miembros, así Jesucristo llamóse a sí mismo Pan de Vida,[1] y añadió: Quien me come, vivirá por Mí».[2] (Nicolás Cabasilas, La vida en Cristo, pp. 135-136).
Contemplamos el gesto de Jesús en el mosaico de la multiplicación. Su mano acerca el pan a la herida de su Costado abierto. Aquella es la fuente, Aquel es el Cuerpo entregado, donado, para nuestra salvación. Contemplamos al niño que extiende sus manos para ofrecer el pan que trajo de su casa: el que salió del trigo, «fruto de la tierra y del trabajo del hombre» -quizá su padre-, el que amasaron las manos de su madre. Con esos cinco panes presenta ante Jesucristo – sacerdote, víctima y altar- toda su vida, la de su familia, los deseos y aspiraciones de todos los suyos, el hambre de su corazón, las carestías, las necesidades, los resultados de todos sus esfuerzos, en el trabajo cotidiano, en las relaciones. El pan de hoy – y el corazón del que ha puesto en manos de Cristo todo su pan, suplica con confianza infinita al Padre del cielo «danos hoy nuestro pan de cada día…» y se prepara a recibirlo seguro de que comerá «todo lo que quiera», hasta quedar saciado.
Nuestra vida acompaña el pan que se ofrece y que el Espíritu Santo consagra y transforma. Pan que será Cuerpo: el Cuerpo de Cristo. Sacramentalmente recibiremos el Pan de vida, a Cristo mismo. Y algo más sucederá. El Espíritu Santo obrará en nosotros con el mismo poder con que el Padre resucitó a su Hijo (cfr. Ef 1,19-20), y hará de nosotros Iglesia, Cuerpo de Cristo para la vida del mundo. Pan que se derrama, que se parte, que se entrega. Y el hombre y la mujer que se acercaron a la santa misa pobres y hambrientos, saldrán habiendo celebrado un banquete. Llegaron triturados en el molino, saldrán horneados en el amor.
«La copa de bendición que bendecimos ¿no es acaso comunión con la sangre de Cristo? Y el pan que partimos ¿no es comunión con el cuerpo de Cristo? Porque aun siendo muchos, un solo pan y un solo cuerpo somos, pues todos participamos de un solo pan», dice San Pablo (1 Cor 10,16-17). Y entonces comprendemos que hemos recibido una Vida con la que podemos alimentar a nuestros hermanos. Y que también nosotros podemos acudir a alimentarnos de ellos en Cristo: de los que caminan a nuestro lado en la tierra, y de los que están en el cielo, pues todos de forma visible o invisible pero real viven entre nosotros y son uno con nosotros como miembros del mismo Cuerpo que es Cristo.
Que esta fe nos alcance la vida eterna, Jesús, según tu promesa. (Jn 6, 47) Tú eres, Señor, el Pan vivo bajado del cielo, Palabra horneada en el seno de María, carne hecha pan de vida eterna en la Eucaristía. Pan vivo que regresa resucitado al Padre y nos deja amasados como hermanos y hechos hogazas que crecerán y se dorarán en el fuego del Espíritu.
[1] Jn 6,51
[2] Jn 6,54-58.