Salmo 122: A ti levanto mis ojos

2601

SALMO 122

1 A ti levanto mis ojos,
a ti que habitas en el cielo.

2 Como están los ojos de los esclavos
fijos en las manos de sus señores,
como están los ojos de la esclava
fijos en las manos de su señora,
así están nuestros ojos
en el Señor, Dios nuestro,
esperando su misericordia.

3 Misericordia, Señor, misericordia,
que estamos saciados de desprecios;
4 nuestra alma está saciada
del sarcasmo de los satisfechos,
del desprecio de los orgullosos.

Catequesis de Benedicto XVI

15 de junio de 2005

La esperanza del pobre y oprimido

1. Jesús, en el evangelio, afirma con gran fuerza que el ojo es un símbolo que refleja el yo profundo, es un espejo del alma (cf. Mt 6,22-23). Pues bien, el salmo 122, que se acaba de proclamar, incluye un entramado de miradas: el fiel eleva sus ojos hacia el Señor y espera una reacción divina, para captar un gesto de amor, una mirada de benevolencia. También nosotros elevamos nuestra mirada y esperamos un gesto de benevolencia del Señor.

A menudo en el Salterio se habla de la mirada del Altísimo, el cual «observa desde el cielo a los hijos de Adán, para ver si hay alguno sensato que busque a Dios» (Sal 13,2). El salmista, como hemos escuchado, utiliza la imagen del esclavo y de la esclava, que están pendientes de su señor a la espera de una decisión liberadora.

Aunque la escena corresponde a la situación del mundo antiguo y a sus estructuras sociales, la idea es clara y significativa: esa imagen, tomada del mundo del Oriente antiguo, quiere exaltar la adhesión del pobre, la esperanza del oprimido y la disponibilidad del justo con respecto al Señor.

La respuesta del Señor

2. El orante espera que las manos divinas se muevan, porque actúan según la justicia, destruyendo el mal. Por eso, en el Salterio el orante a menudo eleva los ojos hacia el Señor poniendo en él su esperanza: «Tengo los ojos puestos en el Señor, porque él saca mis pies de la red» (Sal 24,15), mientras «se me nublan los ojos de tanto aguardar a mi Dios» (Sal 68,4).

El salmo 122 es una súplica en la que la voz de un fiel se une a la de toda la comunidad. En efecto, el Salmo pasa de la primera persona del singular -«A ti levanto mis ojos»- al plural «nuestros ojos» y «Dios mío, ten misericordia de nosotros» (cf. vv. 1-3). Se expresa la esperanza de que las manos del Señor se abran para derramar dones de justicia y libertad. El justo espera que la mirada de Dios se revele en toda su ternura y bondad, como se lee en la antigua bendición sacerdotal del libro de los Números: «Ilumine el Señor su rostro sobre ti y te sea propicio; el Señor te muestre su rostro y te conceda la paz» (Nm 6,25-26).

El Señor no defrauda nuestra esperanza

3. La segunda parte del Salmo, caracterizada por la invocación: «Misericordia, Dios mío, misericordia» (Sal 122,3), muestra cuán importante es la mirada amorosa de Dios. Está en continuidad con el final de la primera parte, donde se reafirma la confianza «en el Señor, Dios nuestro, esperando su misericordia» (v. 2).

Los fieles necesitan una intervención de Dios, porque se encuentran en una situación lamentable de desprecio y burlas por parte de gente prepotente. El salmista utiliza aquí la imagen de la saciedad: «Estamos saciados de desprecios; nuestra alma está saciada del sarcasmo de los satisfechos, del desprecio de los orgullosos» (vv. 3-4).

A la tradicional saciedad bíblica de alimento y de años, considerada un signo de la bendición divina, se opone una intolerable saciedad, constituida por una cantidad exorbitante de humillaciones. Y nos consta que hoy también numerosas naciones, numerosas personas realmente están saciadas de burlas, demasiado saciadas del sarcasmo de los satisfechos, del desprecio de los orgullosos. Pidamos por ellos y ayudemos a estos hermanos nuestros humillados.

Por eso, los justos han puesto su causa en manos del Señor y él no permanece indiferente a esos ojos implorantes, no ignora su invocación, y la nuestra, ni defrauda su esperanza.

Comentario de S. Ambrosio

4. Al final, demos la palabra a san Ambrosio, el gran arzobispo de Milán, el cual, con el espíritu del salmista, pondera poéticamente la obra que Dios realiza a favor nuestro en Jesús, nuestro Salvador: «Cristo lo es todo para nosotros. Si quieres curar una herida, él es médico; si tienes sed, es fuente; si estás oprimido por la iniquidad, es justicia; si necesitas ayuda, es fuerza; si temes la muerte, es vida; si deseas el cielo, es camino; si huyes de las tinieblas, es luz; si buscas alimento, es comida» (La virginidad, 99: SAEMO, XIV, 2, Milán-Roma 1989, p. 81).

 

Comentario del Salmo 122

Por Ángel Aparicio y José Cristo Rey García

Introducción general

La catástrofe del año 587, el destierro babilónico, los primeros días del retorno a casa con las dificultades inherentes o la súplica de los judíos de la diáspora en medio de extranjeros enemigos, pudieron ser buenas ocasiones para la composición de este delicioso salmo. Donde quiera que haya humildes y piadosos que sufren la vejación de los libertinos y mundanos, puede entonarse la presente lamentación colectiva. El salmo es «emotivo por la sinceridad y vivacidad de los sentimientos que le animan: sentimientos de dependencia absoluta, pero filialmente confiada frente a Dios; sentimientos de pena por el desprecio y las injurias de los hombres, y deseo ardiente de ser al fin liberado» (J. Calès).

El salmo se abre con la súplica de un individuo, cuyo destino está inseparablemente unido al de la comunidad. Por ello, a la oración del singular sigue la oración de la asamblea. Proponemos esta salmodia:

Presidente, Súplica individual: «A ti levanto… habitas en el cielo» (v. 1).

Asamblea, Lamentación colectiva: «Como están los ojos… del desprecio de los orgullosos» (vv. 2-4).

«Padre, me pongo en tus manos»

Dirigir la mirada al cielo es reconocer que Dios se enseñorea sobre los acontecimientos humanos. Nuestro Dios está en los cielos, cuanto quiere lo hace. No es insensato dirigir la mirada a nuestro Padre que está en los cielos. Jesús adoptó frecuentemente esa actitud: antes de saciar a la humanidad hambrienta miró al cielo, antes de resucitar a Lázaro miró al cielo, llegada su hora, en la Última Cena, alzó los ojos al cielo; llegada la hora nona, estando en la cruz, cuando el día comenzaba a envejecer y el odio enemigo cubría la tierra, no se contenta con mirar, sino que traduce en palabras su gesto: «Dios mío, Dios mío, por qué me has abandonado». Es el momento en que Jesús pone su vida en las manos del Padre. Los cristianos sabemos que el Padre se preocupa de nosotros mucho más que de un gorrión o de un lirio del campo. Siguiendo el ejemplo del Señor, levantemos los ojos a Dios, que habita en el cielo; confiadamente nos ponemos en las manos del Padre.

El estatuto del esclavo

El esclavo, en la sociedad israelita, tiene un puesto en la familia: puede llegar a ser el hombre de confianza y heredero (Gn 24,2; 15,3). Depender de la voluntad de Dios es un honor y una exigencia que dimana de la Alianza. Se expresa en el servicio cultual y, sobre todo, en la obediencia. Como los servidores, siervos o esclavos del Antiguo Testamento, Jesús vive en una necesaria dependencia de la voluntad del Padre, tras la cual se oculta un amor inconmensurable a Dios y a los hombres. Los nuevos servidores de la casa del Padre han pasado de la esclavitud al servicio de Cristo, que es libertad. Puestos al servicio del Evangelio, lo hacen con humildad, y si es preciso con lágrimas en medio de las pruebas. Pero están seguros de participar en el gozo de su Señor.

El sarcasmo de Epulón

Ya el primer profeta escritor, Amós, levantó su voz airada contra la venalidad de la justicia y contra la codicia de los grandes. Los ricos medran a costa de los pobres, de los humildes. Dios no permanece indiferente ante el clamor del pobre: zarandeará a la casa de Israel entre todas las naciones. Ni aun así han aprendido los poderosos de este mundo. Aún hay muchos fariseos amigos de las riquezas. En vano mendigará Lázaro unas migajas de pan. Le acompañarán los perros. Epulón no repara en esas nimiedades: harto tiene con vestir finamente y banquetear espléndidamente (Lc 19,19ss). No ha comprendido que no se puede servir a Dios y al dinero. No advierten, para su desgracia, que la herrumbre corroe sus riquezas y testimoniará contra ellos. Quienes sufren el sarcasmo de los satisfechos han de saber que Dios escogió a los pobres de este mundo para hacerles ricos en la fe y herederos de su reino.

Resonancias en la vida religiosa

Raza de humillados y despreciados: Son ellos nuestros compañeros naturales, nuestro lugar social. Como religiosos hemos optado por la pobreza, la sencillez, la no ostentación; pretendemos con ello ser fieles al camino que Jesús imperturbablemente siguió hasta morir humillado y despreciado. Sin embargo, no es ésta ninguna situación placentera, agradable. En ella vemos conculcados nuestros derechos más sagrados y herida nuestra dignidad humana, solidaria con tantos otros hombres que se encuentran por necesidad en ella. En ocasiones podemos encontrarnos al borde de nuestra capacidad.

En tal situación levantamos los ojos a nuestro Dios para que condescienda hasta nuestra situación. Él tiene entrañas de misericordia, como una madre que no olvida a su hijo entrañable. Fijemos en Dios nuestros ojos, haciendo de Él el objetivo de nuestras esperanzas. Cuando Él nos manifieste su gracia benevolente, a nosotros, pobres y desvalidos, veremos cómo se inicia la bienaventuranza de la irreversible transformación y victoria final.

Oraciones sálmicas

Oración I: Hacia ti, Padre, elevamos nuestros ojos, como Jesús, para reconocer que todas nuestras obras nos las realizas Tú; que pongamos toda nuestra vida en tus manos y que no nos reservemos nada. ¡Sólo en ti confiamos! Amén.

Oración II: Aunque somos tus siervos inútiles, acoge, Señor, la obediencia de nuestra voluntad a tu querer y el deseo de amarte sin medida; ten misericordia de nuestra debilidad y haz resplandecer tu obra ante el desprecio de los orgullosos. Te lo pedimos, Padre, por Jesucristo nuestro Señor. Amén.

Oración III: Oh Dios, que no permaneces indiferente ante el clamor del pobre; no dejes que caigamos en la trampa de querer servirte a ti y al dinero; concédenos el don de la pobreza para quedar enriquecidos con tu propia riqueza. Te lo pedimos, Padre, por Jesucristo nuestro Señor. Amén.

 

Comentario del Salmo 122

Por Maximiliano García Cordero

En contraste con el optimismo nacional del salmo anterior está la angustiosa deprecación de éste, en que se refleja una situación de postración general de la nación a causa de las exacciones de enemigos exteriores, o de la situación de la clase humilde y piadosa, oprimida por los prepotentes de la sociedad. Los tiempos posteriores a la repatriación, tras el destierro de Babilonia, fueron particularmente penosos, ya que los pueblos circunvecinos procuraban obstaculizar la reconstrucción de la nación; y, por otra parte, las clases pudientes de la sociedad judía se dejaban llevar por la usura, esquilmando a los pobres y desvalidos. El salmista refleja esta situación humillante y pide a Dios que haga valer su poder para sacarlos de ella.

«Este minúsculo poema es emotivo por la sinceridad y vivacidad de los sentimientos que le animan: sentimientos de dependencia absoluta, pero filialmente confiada ante a Dios; sentimiento de pena por el desprecio y las injurias de los hombres, y deseo ardiente de ser al fin liberado» (J. Calès). Las metáforas son sencillas, pero muy expresivas: el poeta se siente frente a Dios como un esclavo sin defensa, esperándolo todo de su señor. Abundan los paralelismos sinónimos y aun cierta concatenación de ideas, con repeticiones graduales que hacen avanzar el pensamiento. Por razones lexicográficas y por analogía con los salmos anteriores, los comentaristas suponen que el salmo es de la época posterior al exilio, quizá de los tiempos de Nehemías (siglo V a.C.).

Nada en el salmo indica que se trate de un canto compuesto para la peregrinación a Jerusalén, como los anteriores; pero esto no impide que se le utilizara por los peregrinos en momentos de postración nacional. El salmista -desilusionado de todo auxilio humano- acude directamente al Dios que «habita en el cielo», para que intervenga con su poder en favor de los oprimidos. La expresión «Dios del cielo» es frecuente en los escritos de Esdras y Nehemías, y es de origen persa.

Como los esclavos dependen en todo de sus señores y están pendientes de sus órdenes e insinuaciones, esperando de ellos que subvengan a sus necesidades más elementales, así el piadoso lo espera todo de la justicia divina. La situación en que se halla ha llegado al colmo, pues por doquier son desprecios y escarnios de parte de las gentes pudientes, que con toda insolencia conculcan los derechos fundamentales de los pobres. Es lo que se expresa en Job 12,5: «Ante el infortunio, desprecio -dice el satisfecho-».