SALMO 83
2 ¡Qué deseables son tus moradas,
Señor de los ejércitos!
3 Mi alma se consume y anhela
los atrios del Señor,
mi corazón y mi carne
retozan por el Dios vivo.
4 Hasta el gorrión ha encontrado una casa;
la golondrina, un nido
donde colocar sus polluelos:
tus altares, Señor de los ejércitos,
Rey mío y Dios mío.
5 Dichosos los que viven en tu casa,
alabándote siempre.
6 Dichosos los que encuentran en ti su fuerza
al preparar su peregrinación:
7 cuando atraviesan áridos valles,
los convierten en oasis,
como si la lluvia temprana
los cubriera de bendiciones;
8 caminan de baluarte en baluarte
hasta ver a Dios en Sión.
9 Señor de los ejércitos, escucha mi súplica;
atiéndeme, Dios de Jacob.
10 Fíjate, oh Dios, en nuestro Escudo,
mira el rostro de tu Ungido.
11 Vale más un día en tus atrios
que mil en mi casa,
y prefiero el umbral de la casa de Dios
a vivir con los malvados.
12 Porque el Señor es sol y escudo,
él da la gracia y la gloria;
el Señor no niega sus bienes
a los de conducta intachable.
13 ¡Señor de los ejércitos, dichoso el hombre
que confía en ti!
Catequesis de Juan Pablo II
28 de agosto de 2002
Contexto del salmo 83
1. Continúa nuestro itinerario a través de los Salmos de la liturgia de Laudes. Ahora hemos escuchado el Salmo 83, atribuido por la tradición judaica a «los hijos de Coré», una familia sacerdotal que se ocupaba del servicio litúrgico y custodiaba el umbral de la tienda del arca de la Alianza (cf. 1 Cro 9,19).
Se trata de un canto dulcísimo, penetrado de un anhelo místico hacia el Señor de la vida, al que se celebra repetidamente (cf. Sal 83,2.4.9.13) con el título de «Señor de los ejércitos», es decir, Señor de las multitudes estelares y, por tanto, del cosmos. Por otra parte, este título estaba relacionado de modo especial con el arca conservada en el templo, llamada «el arca del Señor de los ejércitos, que está sobre los querubines» (1 S 4,4; cf. Sal 79,2). En efecto, se la consideraba como el signo de la tutela divina en los días de peligro y de guerra (cf. 1 S 4,3-5; 2 S 11,11).
El fondo de todo el Salmo está representado por el templo, hacia el que se dirige la peregrinación de los fieles. La estación parece ser el otoño, porque se habla de la «lluvia temprana» que aplaca el calor del verano (cf. Sal 83, 7). Por tanto, se podría pensar en la peregrinación a Sión con ocasión de la tercera fiesta principal del año judío, la de las Tiendas, memoria de la peregrinación de Israel a través del desierto.
Anhelo por la morada del Señor
2. El templo está presente con todo su encanto al inicio y al final del Salmo. En la apertura (cf. vv. 2-4) encontramos la admirable y delicada imagen de los pájaros que han hecho sus nidos en el santuario, privilegio envidiable.
Esta es una representación de la felicidad de cuantos, como los sacerdotes del templo, tienen una morada fija en la Casa de Dios, gozando de su intimidad y de su paz. En efecto, todo el ser del creyente tiende al Señor, impulsado por un deseo casi físico e instintivo: «Mi alma se consume y anhela los atrios del Señor, mi corazón y mi carne retozan por el Dios vivo» (v. 3). El templo aparece nuevamente también al final del Salmo (cf. vv. 11-13). El peregrino expresa su gran felicidad por estar un tiempo en los atrios de la casa de Dios, y contrapone esta felicidad espiritual a la ilusión idolátrica, que impulsa hacia «las tiendas del impío», o sea, hacia los templos infames de la injusticia y la perversión.
Dios da fuerza a nuestro peregrinar
3. Sólo en el santuario del Dios vivo hay luz, vida y alegría, y es «dichoso el que confía» en el Señor, eligiendo la senda de la rectitud (cf. vv. 12-13). La imagen del camino nos lleva al núcleo del Salmo (cf. vv. 5-9), donde se desarrolla otra peregrinación más significativa. Si es dichoso el que vive en el templo de modo estable, más dichoso aún es quien decide emprender una peregrinación de fe a Jerusalén.
También los Padres de la Iglesia, en sus comentarios al Salmo 83, dan particular relieve al versículo 6: «Dichosos los que encuentran en ti su fuerza al preparar su peregrinación». Las antiguas traducciones del Salterio hablaban de la decisión de realizar las «subidas» a la Ciudad santa. Por eso, para los Padres la peregrinación a Sión era el símbolo del avance continuo de los justos hacia las «eternas moradas», donde Dios acoge a sus amigos en la alegría plena (cf. Lc 16,9).
Quisiéramos reflexionar un momento sobre esta «subida» mística, de la que la peregrinación terrena es imagen y signo. Y lo haremos con las palabras de un escritor cristiano del siglo VII, abad del monasterio del Sinaí.
Escala del progreso espiritual
4. Se trata de san Juan Clímaco, que dedicó un tratado entero -La escala del Paraíso- a ilustrar los innumerables peldaños por los que asciende la vida espiritual. Al final de su obra, cede la palabra a la caridad, colocada en la cima de la escala del progreso espiritual.
Ella invita y exhorta, proponiendo sentimientos y actitudes ya sugeridos por nuestro Salmo: «Subid, hermanos, ascended. Cultivad, hermanos, en vuestro corazón el ardiente deseo de subir siempre (cf. Sal 83,6). Escuchad la Escritura, que invita: «Venid, subamos al monte del Señor y a la casa de nuestro Dios» (Is 2,3), que ha hecho nuestros pies ágiles como los del ciervo y nos ha dado como meta un lugar sublime, para que, siguiendo sus caminos, venciéramos (cf. Sal 17,33). Así pues, apresurémonos, como está escrito, hasta que encontremos todos en la unidad de la fe el rostro de Dios y, reconociéndolo, lleguemos a ser el hombre perfecto en la madurez de la plenitud de Cristo (cf. Ef 4,13)» (La scala del Paradiso, Roma 1989, p. 355).
Dios escucha la súplica del fiel
5. El salmista piensa, ante todo, en la peregrinación concreta que conduce a Sión desde las diferentes localidades de la Tierra Santa. La lluvia que está cayendo le parece una anticipación de las gozosas bendiciones que lo cubrirán como un manto (cf. Sal 83,7) cuando esté delante del Señor en el templo (cf. v. 8). La cansada peregrinación a través de «áridos valles» (cf. v. 7) se transfigura por la certeza de que la meta es Dios, el que da vigor (cf. v. 8), escucha la súplica del fiel (cf. v. 9) y se convierte en su «escudo» protector (cf. v. 10).
Precisamente desde esta perspectiva la peregrinación concreta se transforma, como habían intuido los Padres, en una parábola de la vida entera, en tensión entre la lejanía y la intimidad con Dios, entre el misterio y la revelación. También en el desierto de la existencia diaria, los seis días laborables son fecundados, iluminados y santificados por el encuentro con Dios en el séptimo día, a través de la liturgia y la oración en el encuentro dominical.
Caminemos, pues, también cuando estemos en «áridos valles», manteniendo la mirada fija en esa meta luminosa de paz y comunión. También nosotros repetimos en nuestro corazón la bienaventuranza final, semejante a una antífona que concluye el Salmo: «¡Señor de los ejércitos, dichoso el hombre que confía en ti!» (v. 13).
Comentario del Salmo 83
Por Ángel Aparicio y José Cristo Rey García
Introducción general
Este es el salmo de un peregrino que ha llegado a Jerusalén, quizá con motivo de la fiesta de las Tiendas. Apenas avistado el Templo, prorrumpe en un cántico lírico de alabanza. Recuerda el ardiente deseo que le consumía por acercarse a la Ciudad Santa. Su mayor dicha es vivir la cercanía de Dios. Una vez que ha llegado a las puertas del Templo, el peregrino dirige su bienaventuranza a los sacerdotes, quienes le acogen con otra bienaventuranza. A continuación tiene lugar una petición por el Rey: mientras se recuerda la elección de David, se glorifica al regio Señor del Templo y al elegido de Dios. En último término Dios atrae la atención y el lirismo del salmista.
En el rezo comunitario, el lirismo de este salmo tal vez se salve mejor aplicándole una salmodia básicamente solista, que se ha de distribuir entre el salmista peregrino y el sacerdote. La asamblea une sus voces en la conclusión hímnica:
Salmista, Nostalgia del templo: «Qué deseables son… alabándote siempre» (vv. 1-5).
Presidente, Acogida del peregrino: «Dichosos los que encuentran… hasta ver a Dios en Sión» (vv. 6-8).
Salmista, Plegaria: «Señor de los ejércitos… a vivir con los malvados» (vv. 9-11).
Asamblea, Himno conclusivo: «Porque el Señor es sol… el hombre que confía en ti» (vv. 12-13).
La visión de Dios en la comunidad
El salmista ha emprendido una peregrinación no exenta de dificultades. Lo primero que atisba son las moradas, los atrios, los altares del Señor de los Ejércitos. Ya en el templo, en el recinto de la comunidad, ve a Dios que habita en Sión, su rey y su Dios. Para ver al Señor en la comunidad que proclama «hemos visto al Señor en persona» hay que superar el ingente obstáculo de pensar que la muerte es el fin de todo; no es sino un paso al Padre. Si no se vence esa dificultad es imposible reconocer en la comunidad la obra del Espíritu. Jesús, presente en la comunidad, abrirá los ojos de Tomás para que confiese «Señor mío y Dios mío». Es el Señor que por haber servido hasta la muerte se ha hecho rey. Es el Dios vivificante presente en Jesús por poseer la totalidad del Espíritu. Quien ve a Jesús en la comunidad del amor fraterno merece el nombre de «Mellizo»: reproduce los rasgos de Jesús; está pronto a morir con él por amor a los demás.
«Anda ya próximo el Señor»
La cercanía de Dios que respira el salmista despierta en él un deseo anhelante que le consume: quisiera ser una golondrina en el alero del templo. Al menos que le permitan vivir un día en el umbral de la casa de Dios. Aquí encuentra sosiego su carne. Jesús encuentra parecido sosiego en la casa del Padre. Su última subida a Jerusalén es la ocasión apropiada para que Jesús exponga un profundo deseo: «Con ansia he deseado comer esta Pascua antes de padecer» (Lc 22,15). ¡Qué anhelo por llegar a la vecindad definitiva de Dios, donde su carne hallará el sosiego! Las posteriores subidas de los discípulos al templo son símbolo de la subida que los congrega en el Cuerpo de Cristo (Jn 2,13-22). Necesitamos subir aún a Jerusalén, avivar el deseo por las moradas de Dios, hasta que el Señor venga. Cuando Él retorne, nuestro corazón y nuestra carne retozarán por el Dios vivo. ¡Ven, Señor Jesús!
¡Adiós penas y suspiros!
Un valle de aridez y de lágrimas se interpone entre Dios y el hombre: «Todos son un atajo de traidores. La mentira prevalece en esta tierra» (Jer 9,1-2). ¿Cómo romper con los malévolos vecinos de nuestro valle? Los que esperan en el Señor caminarán de baluarte en baluarte, sin fatigarse ni cansarse. El Señor alumbrará ríos en la estepa. La traición y la mentira cayeron sobre el inocente y el veraz Jesús. El justo fue expulsado por los injustos. Pero éstos no consiguieron sus propósitos. Al contrario, Dios nos reconcilió en la carne de Cristo para que podamos presentarnos santos, inmaculados e irreprensibles delante de Dios (Col 1,22). Las lágrimas que aún derramamos en nuestro valle pueden engrosar el cauce del río de inocencia alumbrado en la estepa. La pena y los suspiros, la traición y la mentira han comenzado a refluir. Desaparecerán de nuestro valle cuando Dios enjugue toda lágrima, cuando veamos a Dios en Sión.
Resonancias en la vida religiosa
Comunidad, sacramento y morada de Dios: No es nuestra comunidad un resultado del azar o un simple proyecto humano. Aquí nos ha congregado el Señor para que ésta sea nuestra morada, nuestro nido, nuestro altar. Esta es la casa de Dios, formada por aquellos que hemos escuchado la Palabra convocadora del Padre y lo hemos abandonado todo para llevarla a cumplimiento. Es verdad que no todo en nosotros es transparencia de Dios ni gozo que delate su presencia; nuestro caminar discurre frecuentemente por áridos valles. Mas, no obstante, la penetrante mirada de la fe nos lleva a reconocer en nuestra pobre comunidad la anticipación y el símbolo de las Moradas de Dios.
Podemos identificarnos con el salmista y decir: «¡Qué deseables son tus moradas… mi alma se consume y anhela los atrios del Señor!» Aquí es posible experimentar anticipadamente la dicha de los que viven en la casa del Señor, siendo una alabanza permanente para Dios; aquí podemos sentirnos vigorizados con la fuerza que el Espíritu comunica a quienes peregrinan hacia el Padre. Aquí podemos ver a Dios, que es nuestro sol y escudo y da la gracia y la gloria. Este es lugar de intercesión a Dios Padre por el mundo, por el hombre. El Señor no niega sus bienes a quienes confían en Él.
Oraciones sálmicas
Oración I: Dios inmenso que habitas en nuestra comunidad por medio del Espíritu de tu Hijo; comunícanos en ella tu gracia y tu gloria; que sea para nosotros el sacramento inequívoco y eficaz de tu presencia. Te lo pedimos por Jesucristo nuestro Señor. Amén.
Oración II: Como Jesús, también nosotros queremos, Padre, llegar hasta ti; Tú colmas esa aspiración de infinito que has incrustado en nuestro ser; sólo en ti hallaremos el sosiego; haz que sepamos que para llegar a ti hemos de recorrer el camino que pasa por la cruz. Te lo pedimos por Jesucristo nuestro Señor. Amén.
Oración III: Dios de todo consuelo, un valle de aridez se interpone entre Tú y nosotros; pero Tú harás que se alumbren oasis y caminemos de baluarte en baluarte, reconciliados en la carne de tu Cristo y fortalecidos con el vigor de tu Espíritu. Te lo pedimos por Jesucristo nuestro Señor. Amén.