En la guía espiritual de las personas, en numerosas ocasiones he constatado el dolor ante situaciones de aridez en la oración, esa falta de “consolaciones” como las llamaría san Ignacio, eso que algunos llaman desierto interior a causa de su experiencia, a veces sentida como devoradora, de la sed de Dios. Así entendido, se trata de un desierto, diría yo, divisado paradójicamente como en un espejismo “a la inversa”.
Es decir, sabemos que en el desierto hay oasis. Y desde niños hemos escuchado que quien se ha perdido en el desierto suele ser aquejado de “espejismos”, más claros y más dolorosos cuanto mayor es su sed, por los cuales le parece ver agua, divisar a lo lejos un oasis, cuando lo que hay en realidad es sólo arena abrasada por el sol. El sediento corre… y halla sólo arena.
Pues bien, en la oración, cuando la sed aqueja, y cuando la aridez duele, el espejismo es el desierto, sobre un lago de gracia y de presencia de Dios en nuestro interior. Sí, como lo leen. “Me muero de sed”, experimenta el orante. Pero el tiempo pasa, la sed crece… pero… el orante no ha muerto. Al contrario, ¡reza más! Y constata que a causa de la sed abrasadora, si le hubiera faltado el agua ya tendría que estar muerto… pero no ha muerto, luego… ¡hubo agua! Algún manantial escondido y recóndito, una corriente de agua fresca y saludable, bajo la arena inclemente del desierto, sació y sigue saciando imperceptiblemente, insensiblemente, pero con certeza salvadora, la sed del corazón.
La sed espiritual suscita el deseo, y del deseo, como decía san Agustín, nace el amor. La sed abrasadora, hace inflamar el deseo de Dios que enciende en nuestro corazón un amor ardiente. Un amor, sin embargo, que no es sino la presencia del Espíritu Santo dentro de nosotros. Un amor que sólo puede ser suscitado por Él. Que es Dios mismo. Nadie puede decir ni siquiera “Jesús” sino por el Espíritu, decía San Pablo. Y el Espíritu es esa corriente de Agua viva que brotó del costado traspasado de Cristo y que no ha cesado de manar en su Iglesia desde entonces, como un manantial incesante que desde el seno de la tierra abrió sus fuentes de vida eterna en nuestro corazón el día de nuestro bautismo.
Desde aquel día, nuestro corazón está inundado de Espíritu. ¿Cómo es posible entonces que tengamos sed? ¿Cómo es posible que crezca en nosotros esa sed cuanto más nos acercamos a beber a la fuente de nuestra salvación, por la oración y la vida de gracia? Ah, eso se lo tendríamos que preguntar a Él. Es que Dios tiene sed de que el hombre tenga sed de Él, decía también san Agustín, y por eso se encarga de, al mismo tiempo que nos proporciona el agua, encendernos el corazón como un horno de un fuego de amor tan abrasador, que pide más agua para saciarse, para refrescarse, para no explotar de amor. El amante, porque ama y es amado, tiene sed de poseer y ser poseído por el amado. Si no hubiera amor, no habría sed. Si no hubiera agua, no nos parecería que vivimos en el desierto.
Y resulta entonces que oramos, buceando en un océano de amor de Dios, y no vemos sino arena. Desierto y más desierto. No se sabe bien qué agua desearíamos. Tal vez convendría que nos preguntáramos si no estamos esperando un agua que no es la de Dios. Si lo que deseamos saciar no será nuestra propia sensibilidad. En todo caso, esos ojos con los que contemplamos, son ojos que el Señor desea purificar. A medida que la mirada del corazón, iluminada por el Espíritu Santo, y en el ejercicio de las virtudes teologales, se detiene en contemplar a Dios mismo presente en el fondo del corazón, y contempla la propia historia, y el propio corazón según la mirada de Dios, el espejismo comienza a desvanecerse, y el lago que nos habita en las profundidades de nuestro ser, aparece bellísimo, manso e imponente, como un profundo sentimiento espiritual, hecho de conocimiento intuitivo y experimental innegable, de paz, de gozo y de compañía de Dios. Es imposible decir que nos morimos de sed de Dios, cuando nos experimentamos permanentemente empapados de su amor.
A Dios le agrada nuestra sed, que Él mismo suscita. Tal vez le gustaría también que, puesto que estamos sedientos, bebamos tranquilos y contentos del agua que nos da tan continua y sobreabundantemente. Sí, esto es real. En Él, Agua viva, vivimos, nos movemos y existimos. Vayamos donde vayamos, oremos como oremos, nada nos impide saciar nuestra sed. Nada. Excepto nuestros espejismos, que lo único que consiguen es centrarnos en nosotros mismos. Eso los desenmascara como lo que son: un engaño. Alguno podrá decir: “sí, pero los místicos pasaron la noche de los sentidos, y la noche oscura del espíritu, y describían estados reales de desierto y oscuridad…” Sin duda alguna. Pero basta leer la Subida al Monte Carmelo o la Noche Oscura de San Juan de la Cruz, o la Vida o las Moradas de Santa Teresa, y no hallaremos sino precisamente esto: que el paso por estos estados es un paso purificador, que más allá de lo que lo que los sentidos sensibles o espirituales experimenten o no experimenten, más allá de nuestras expectativas y conceptos sobre Dios o sobre la vida de oración, se abre paso, por la acción del Espíritu Santo en el corazón que lo acoge y a Él se abandona, la certeza de la presencia de Dios; y que los más altos estados místicos se caracterizan por un sereno, humilde y gozoso morar en Dios y un ardiente, abundantísimo e incesante amor de caridad.