¿Cómo pasar de la inteligencia a la voluntad?

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El silencio de uno mismo

Del pensamiento a la acción

Este cuestionamiento siempre me ha causado mucho ruido. Dios me ha bendecido inmerecidamente con muchas oportunidades de formación y siempre, en cada una de ellas ha sido Dios quien ha salido a mi encuentro, permitiéndome experimentar su amor y su misericordia. Siempre ha quedado patente que «Él me ha amado primero».
Es inevitable que cada vez, surja en mí el deseo, y hasta la necesidad, de querer corresponder haciendo su voluntad, amándole sobre todas las cosas y viviendo la caridad con los que me rodean.

Pero es ahí donde viene el tropiezo. Me descubro tan pequeña, tan limitada, tan… incapaz.
Lo que conozco con la inteligencia no siempre puedo llevarlo a la práctica. La naturaleza culposa transforma esta situación en cuestionamientos como: ¿Qué estoy haciendo mal? ¿Qué parte de mi vida es la que he resistido darle a Dios? ¿Cuál es el eslabón perdido entre lo que quiero hacer y lo que en realidad hago?

Con frecuencia me viene a la mente la conversión de San Pablo. Un solo encuentro con Cristo cambió su vida y el resultado fue un apóstol incansable que entendió el amor de Dios, lo que debía ser la Iglesia y el amor a las almas como pocos lo han entendido. Lo mismo pasó con la mujer adúltera, la experiencia de la misericordia divina cambió su vida para siempre. Así pues, ¿Qué es lo que no estoy haciendo? ¿Por qué querer no basta? ¿Por qué parece tan difícil?

Esos han sido pensamientos recurrentes durante mi vida espiritual, casi siempre seguidos por un nuevo impulso que me anima, un nuevo don, una nueva gracia de Dios, que (como dice San Agustín) “me mantienen en el camino aunque sea cojeando”.  Sin embargo, en esta ocasión particular, la bendición de nuestro Señor ha sido sin duda especial. Me ha dado una luz muy grande. Me he podido dar cuenta de un gran error que he cometido casi toda mi vida.

NO soy yo. NO es lo que yo tengo que hacer. NO es lo que yo no he hecho. El experimentar como poco a poco las «seguridades» de mi vida se han ido perdiendo una a una, me ha permitido encontrarme delante de Dios sin nada en las manos. Absolutamente débil e impotente. Y como bien dice San Pablo, es en la debilidad donde se manifiesta la fuerza de Dios.

Hoy ¡por fin he entendido! Yo no puedo nada sin Él. Es Él quien debe actuar, lo único que necesita es que yo sea dócil, que me abandone confiadamente a Él. Dios todo lo puede, sólo Él puede. Ser santa, hacer su voluntad no depende de lo que yo haga, sino de lo que yo deje que Él haga en mí.

Y no es que esto nunca lo hubiera oído o leído, pero nunca lo había hecho propio. Siempre me seguía preguntando que tenía que hacer para llegar ahí. Siempre con la soberbia de confiar y centrar la atención en mí misma en lugar de en Dios.
Hoy sigo tratando, porque descubrir y hacer propia una verdad no equivale a hacerla efectiva. Me equivoco todos los días, de hecho, muchas veces al día. Es difícil, pero hoy los tropiezos no los tomo tan a pecho. Estoy consciente que los tendré siempre y que lo único que necesito es renovar cada día mi abandono confiado en Dios.

Hoy en lugar de dejarme llevar por la soberbia y vanidad y permitir que la culpa y el desánimo me inunden, me siento feliz porque sé en quién tengo puesta mi confianza.

 


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P. Evaristo Sada L.C.(Síguelo en Facebook)