Quien camina por nuestras calles en los primeros días del mes de diciembre es probable que se encuentre con san Nicolás vestido con un atuendo más o menos correcto de obispo, y nunca sin una larga barba, con la que, por lo demás, viene ya representándose ya desde el siglo VIII. Más o menos episcopal es también lo que estas figuras de san Nicolás dicen y hacen: a menudo se dedican más jugar al coco que a hacer presente el amor del santo que la leyenda nos narra en numerosas variaciones. Apenas sabemos aún con exactitud histórica quién fue este hombre. Con todo, si prestamos atención a las fuentes más antiguas podemos reconocer todavía, a través de la niebla del pasado, el brillo de una figura que abre puertas hacia el Adviento, es decir, que puede servir de intermediario para un encuentro con la realidad de Jesucristo.
El biógrafo más antiguo de san Nicolás, un tal archimandrita Miguel, cuenta en su biografía que Nicolás recibió su dignidad de la majestad de Dios como el lucero del alba recibe su fulgor del sol naciente. Según Miguel, Nicolás fue un trasunto vivo de Cristo: «En el brillo de sus virtudes», escribe el biógrafo, «resplandece la justicia del sol». La tradición ha identificado siempre a Nicolás con aquel obispo llamado Nicolás que participó en el Concilio de Nicea y que, junto con aquella primera gran asamblea de obispos, formuló la profesión de fe en la verdadera divinidad de Jesucristo.
En ese Concilio se trataba acerca del núcleo del cristianismo, o sea, de decidir si el cristianismo habría de convertirse en una secta cualquiera o en lo verdaderamente nuevo, en la fe en la encarnación de Dios. Se trataba acerca de la pregunta de si Jesús de Nazaret era sólo un gran hombre religioso o si, en él, Dios mismo se había hecho uno de nosotros. De ese modo, lo que estaba en juego en última instancia era la pregunta de si Dios es tan poderoso como para hacerse pequeño, de si es tan poderoso como para poder amarnos y entrar realmente en nuestra vida. Porque si Dios está demasiado lejos como para poder amarnos eficazmente, también el amor humano es sólo una promesa vacía. Si Dios no puede amar, ¿cómo habría de poder hacerlo el hombre?
Así pues, en la profesión de fe en la encarnación de Dios estaba también en juego en última instancia la posibilidad del hombre de vivir y de morir humanamente. Este contexto pone de relieve de forma original la figura de san Nicolás.
Theodor Schnitzler lo ha formulado con gran belleza cuando escribe: «Quien coloca su firma creyente bajo el misterio del Hijo de Dios hecho hombre puede llegar a ser alguien que ayude a los hombres y que traiga alegría a los niños, a las familias, a los oprimidos. La fe en la encarnación contribuye a la salvación de los hombres y a la realización de los derechos humanos».
Pero hay otra perspectiva desde la cual las fuentes más antiguas sobre Nicolás nos conducen en la misma dirección. Nicolás es uno de los primeros santos venerados como tales sin que fuera mártir. En la época de las persecuciones de los cristianos, quienes se habían convertido naturalmente en los grandes iniciadores del camino de la fe eran aquellos que se habían opuesto al poder estatal pagano y que habían respondido de su fe con su propia vida.
En el tiempo de la paz entre la Iglesia y el Estado, los hombres necesitaban nuevos modelos. Nicolás se les quedó grabado en tal sentido como el hombre que ayudaba. Su milagro no era el del gran héroes que se deja torturar, encarcelar y matar. Su milagro era la constante bondad cotidiana.
Otra leyenda del santo dice al respecto que también los magos y los demonios pueden imitar todo tipo de milagros, de modo que los milagros no dejan de ser ambiguos. Sólo una cosa es inequívoca y acaba con todo engaño: ser bueno toda una vida, toda una vida vivir cotidianamente la fe y probar el amor. Este es el milagro que los hombres del siglo IV conocieron en Nicolás, y todas las historias de milagros que la leyenda inventó después no hacen más que introducir variaciones sobre este milagro fundamental que los hombres sentían con asombro y gratitud como el lucero del alba en el que resplandece la luz de Cristo. En la figura de este hombre comprendían qué significa la fe en la encarnación de Dios; en él, el dogma de Nicea se traducía para ellos en algo tangible.
Lucero del alba que recibe la luz del Sol naciente: esta antigua descripción de san Nicolás es al mismo tiempo una de las imágenes más antiguas del significado del Adviento. Sólo de la luz del Dios hecho hombre podemos encender una y otra vez las candelas de la humanidad, que traen esperanza y alegría a un mundo oscuro. Éste debería ser el mensaje más profundo de todas las imágenes de san Nicolás: encender en la luz de Cristo la luz de una nueva actitud de humanidad, la luz del amor y la cercanía a los perseguidos, a los pobres, a los pequeños, todo lo cual pertenece al núcleo de la leyenda de san Nicolás.