¿Por qué has despreciado tú la palabra del Señor, haciendo lo que a él le parece mal? Mataste a espada a Urías, el hitita, y te quedaste con su mujer. David respondió a Natán: -«¡He pecado contra el Señor!» Natán le dijo: – «El Señor ha perdonado ya tu pecado, no morirás.» -«¿Ves a esta mujer? Me ha ungido los pies con perfume. Por eso te digo: sus muchos pecados están perdonados, porque tiene mucho amor; pero al que poco se le perdona, poco ama.» Y a ella le dijo: -«Tus pecados están perdonados.» -«Tu fe te ha salvado, vete en paz.»
Contemplación
La Palabra de Dios que hoy se nos ofrece en la Liturgia nos atrae hacia lo que sólo el Señor puede hacernos, librarnos del peso de nuestro pecado, desatar las cadenas de nuestra obstinada mala memoria. El papa Francisco nos llama constantemente a la celebración del perdón divino. Dirigiéndose a los nuevos sacerdotes, dijo: «Perdonaréis los pecados en nombre de Cristo y de la Iglesia por el sacramento de la Penitencia. Y hoy os pido en nombre de Cristo y de la Iglesia: Por favor, no os canséis de ser misericordiosos» (Homilía 21 de abril 2013). «Confiados siempre en la misericordia del Señor: Él siempre nos espera, nos ama, nos ha perdonado con su sangre y nos perdona cada vez que acudimos a Él a pedir el perdón. ¡Confiemos en su misericordia!» (Regina 7 de abril 2013).
Puede parecer extraño, pero quienes más se resisten al perdón somos nosotros para con nosotros mismos. Nos gusta sabernos cumplidores, conquistadores de nuestras metas, poder tener en nuestro haber logros alcanzados, puntuaciones exitosas, nombre reconocido. San Pablo, en cambio, dice de sí mismo: «El hombre no se justifica por cumplir la Ley. Para la Ley yo estoy muerto, porque la Ley me ha dado muerte» (Gál 2, 16.19).
Rezando el Oficio de Lecturas, me encontré con el argumento de San Agustín «Y ciertamente, Señor, a cuyos ojos está siempre desnudo el abismo de la conciencia humana.¿qué podría haber oculto en mí, aunque yo no te lo quisiera confesar? Lo que haría sería esconderte a ti de mí, no a mí de ti». El rey David tuvo el coraje de reconocer su pecado, no se envalentonó, aun siendo el rey. «Había pecado, lo reconocí, no te encubrí mi delito; propuse: «Confesaré al Señor mi culpa», y tú perdonaste mi culpa y mi pecado» (Sal 31).
Tenemos a Alguien que nos perdona, a Alguien que nos justifica. No somos nosotros mismos, ni nuestras buenas acciones. «Sabemos que el hombre no se justifica por cumplir la Ley, sino por creer en Cristo Jesús», afirma San Pablo. Nunca agradeceremos a Jesucristo lo suficiente el haber dejado a la Iglesia el poder de perdonar los pecados.
Agradecemos esta aportación a Don Ángel Moreno de Buenafuente (consulta aquí su página web)
El contenido de este artículo puede ser reproducido total o parcialmente en internet y redes sociales, siempre y cuando se cite su autor y fuente original: www.la-oracion.com y no se haga con fines de lucro.