Los saludos son breves pero poderosos. Tienen el poder de entrar en lo más íntimo de las personas y, en cierto modo, transformarlas. De este modo, cuando saludamos a una persona, tenemos el privilegio de influir en ella; de transportar nuestro reconocimiento, aprecio o cariño a lo más profundo de su corazón.
Un saludo
Al saludar –y también al no saludar o saludar mal– revelamos nuestra calidad como personas. Porque al saludar compartimos no tanto lo que tenemos sino lo que somos. Un saludo cariñoso y cordial puede hacerle el día a una persona. Especialmente si se siente sola, triste o desamparada.
Y María saludó a Isabel
El Evangelio de hoy pone en primer plano el saludo de María a su prima Isabel. Sin duda, después del que María misma recibió del arcángel Gabriel, su saludo a Isabel fue uno de los más grandes y fecundos de la historia.
El saludo de María a Isabel fue mucho más que un sonido de palabras: fue el exordio feliz de la nueva era de la gracia. Por eso, en cuanto el saludo de María llegó a sus oídos, saltó de gozo el niño que llevaba en su seno, y ella misma quedó llena del Espíritu Santo. Tal fue el poder del saludo de María.
De este modo, el saludo de María constituye, por así decir, el prototipo, el modelo de todo saludo. Y, si lo analizamos, podremos descubrir tres elementos que deberían estar presentes en todos nuestros saludos: afecto, disponibilidad y salvación.
Saludo y afecto
Lo primero que expresa un buen saludo es afecto, cariño, benevolencia. Por eso, en sus manifestaciones típicas, el saludo supone una cercanía afectiva: una palabra cariñosa, una sonrisa, un apretón de manos, un beso o un abrazo. Son maneras concretas y expresivas de esa comunión interior que es propia de un saludo sincero.
Todos debemos revisar y renovar nuestros saludos, nuestra manera de saludar. Porque con el tiempo, sin pretenderlo, nuestros saludos pueden irse enfriando y vaciando de su contenido afectivo. Tanto entre esposos, como entre hermanos y amigos: hay que revitalizar, dar nueva fuerza a los saludos.
Y también, hay que decirlo, conviene renovar nuestra manera de saludar a los desconocidos. Saludar es reconocer al otro como alguien digno de nuestra mirada, de nuestra atención y aprecio. En este sentido, nadie debería ser un “desconocido” para nadie. Todos merecen, al menos, el saludo de todos.
¡Qué grandes son las personas que van por el mundo repartiendo sonrisas y saludos!
Saludo y disponibilidad
El saludo de María a Isabel no fue sólo una muestra de cariño; fue, ante todo, una oferta de disponibilidad y servicio. María no venía en plan de vacaciones. Venía porque sabía que ella, Isabel, estaba en el sexto mes, como le informó el arcángel Gabriel, y era de edad avanzada.
María intuyó –como intuyen los corazones grandes– que tendría necesidad de ayuda. El saludo de María nos recuerda que todo saludo auténtico es también un acto de disponibilidad. Es un exponerse a la ayuda que pueda requerir el otro.
Saludar es estar dispuesto a servir. Todo saludo debería someterse, en este sentido, a la prueba de la disponibilidad.
¡Y qué grandes son las almas que “saludan en serio”, con esta actitud de disponibilidad y servicio! ¡Y cuánto tocan el corazón de los demás!
Saludo y salvación
El saludo de María, finalmente, trajo a Isabel y a su hijo una verdadera corriente de salvación interior. El saludo de María fue portador del don del Espíritu Santo para Isabel y para Juan, su hijo. De esta manera podemos también decir que todo saludo, cuando es auténtico, conlleva una cierta potencia salvadora, redentora.
No extraña, por eso, que en varios idiomas como el nuestro, la palabra “saludo” evoque, precisamente, salud, salvación. En latín, la palabra salus significa tanto salud como salvación.
Durante mis años de seminarista en Italia, siempre me llamó la atención el hecho de que el saludo ordinario entre la gente fuera aún más explícito en este sentido: “¡Salve!”. Saludar es, en este sentido, salvar al otro de su soledad, de su aislamiento, de su pobreza afectiva.
Por eso el saludo suele ser también portador de alegría: porque entraña esa liberación interior, esa redención espiritual y afectiva.
Saludar a ejemplo de María
En Navidad y Año Nuevo, se suelen multiplicar los saludos. Se incrementa el intercambio de saludos y felicitaciones y se incrementan los reencuentros con familiares y amigos.
Aprovechemos la ocasión para revitalizar nuestros saludos; para darles nuevo contenido y, si cabe, también nueva fuerza y expresión. ¡Que nuestros saludos, como el de María, sean portadores de afecto, de sincera disponibilidad y de profunda alegría y salvación para los demás!
La Palabra de Dios debe ser la materia fundamental de nuestros diálogos con Dios en la oración personal. Ojalá que este comentario a la liturgia te sirva para la meditación durante la semana. Agradecemos esta aportación al P. Alejandro Ortega, L.C. (consulta aquí su página web)
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