“Y sucedió que, cuando todo el pueblo era bautizado, también Jesús fue bautizado; y, mientras oraba, se abrieron los cielos, bajó el Espíritu Santo sobre él con apariencia corporal semejante a una paloma y vino una voz del cielo: «Tú eres mi Hijo, el amado; en ti me complazco» (Lc 3, 21.22).
En el Jordán, Jesús experimentó el amor de su Padre, experiencia que selló su vida y marcó su identidad. Durante todo su ministerio público nos demostrará la relación de intimidad con Dios, de quien se siente permanentemente amado. Esta moción espiritual seguirá siendo en la vida de los creyentes detonante, para optar por ser discípulos de Jesús.
Por el bautismo nos acontece la incorporación a la familia de Dios y se nos concede la posibilidad de invocar a Dios, como nos enseñó su Hijo, Jesús, con la oración del “Padre Nuestro”. Sobrecoge el don, derramado por el Espíritu Santo en nuestro corazón, que nos permite llamar a Dios “Papá”.
Es muy expresiva la imagen con la que el papa Francisco describe la gracia bautismal. Él la compara a lo que supone plantar un árbol junto a la corriente de agua, que no teme la sequía y da fruto. Apuesta por el bautismo de los niños, porque significa insertarlos en la comunión de los santos. El agua que se derrama sobre la cabeza del bautizando, al mismo tiempo que lo sumerge, le da vida nueva.
En el rito bautismal se nos unge con aceite sagrado en el pecho, para fortalecernos contra el mal, y también se nos signa con el crisma, que nos convierte en miembros del pueblo santo de Dios, pueblo de sacerdotes, profetas y reyes.
Es muy significativa la vestidura blanca con la que se cubre al recién bautizado. Con ello se significa externamente la sacramentalidad que adquiere nuestra naturaleza humana al revestirnos con la túnica del primogénito, por la que se nos hace herederos de Dios y coherederos con Cristo, hijos de la Madre de Jesús.
La vestidura blanca simboliza la dignidad que adquirimos en Cristo resucitado, quien nacido de mujer, quiso compartir con nosotros nuestra condición humana, para que nos tratáramos con respeto y dignidad, al ser sacramentos suyos.
El don de la fe, que se nos regala con el bautismo, nos permite reconocer a Jesús como Hijo de Dios, y según los dones que cada uno recibe, el creyente toma la forma de vida cristiana a la que le llama el Espíritu Santo, bien sea para el ministerio ordenado, para la vida consagrada, para el matrimonio o para el laicado célibe.
Es un buen día para renovar nuestras promesas bautismales.
Agradecemos esta aportación a Don Ángel Moreno de Buenafuente (consulta aquí su página web)
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