¡Ábrete!

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Oración para Adviento

La persona humana es apertura. No es casualidad que se aprecie mucho a quien es “abierto” de mente, de ánimo, de corazón. Sin embargo, la apertura del ser humano no es más que la condición de posibilidad de una vocación más profunda: la vocación a la relación y al diálogo.

Un ser para el diálogo

Para Martin Buber, el gran “filósofo del diálogo”, el ser humano es un ser para la relación; su ser crece y se afirma en una triple relación: con los demás (yo-tú), con el mundo (yo-ello) y con Dios (yo-Tú).

Una humanidad sordomuda

Quizá por eso, el sordomudo del Evangelio de hoy es un caso emblemático.  Más allá de la carencia física, evoca la terrible posibilidad del ser humano de contradecir su esencia, de cerrarse al diálogo con Dios, con los demás, con el mundo y hasta consigo mismo.

Hoy podríamos hablar de una humanidad sordomuda, que no escucha lo que debería escuchar y no dice lo que debería decir.  Para mí, esta enfermedad hunde sus raíces en aquella más profunda del pecado. Cuando el hombre se cierra a Dios, termina por cerrarse a los demás y a sí mismo.  El pecado es, en cierto modo, una sordera del alma. Una pérdida de la capacidad para escuchar a Dios, a los demás y al propio corazón.

Siendo un poco más esquemáticos, al menos en el campo espiritual se podría hablar de una triple sordera: la de la mente, la del alma y la del corazón. 

La sordera de la mente

Es una actitud de cerrazón a la fe y a la religión. Se manifiesta como rechazo a las “cosas de Dios”. Algunos llegan a ser no sólo sordos; también alérgicos a todo lo que sepa a Dios. 

Quizá no se dan cuenta de que hace falta prestar oídos para recibir la fe, según aquello de san Pablo: «la fe se recibe a través de lo que se oye» (Rm. 10, 17). Quien cierra su mente a Dios, la cierra también a sus inspiraciones, a sus mociones interiores, a sus sugerencias e invitaciones.

Todos hemos sentido alguna vez lo que es una moción interior. Una especie de movimiento del alma que nos “empuja” a hacer algo que Dios quiere que hagamos. Y es que el Espíritu Santo susurra continuamente en nuestro interior lo que más conviene (cf. Rm. 8, 26).

Evidentemente, las mociones requieren discernimiento espiritual. Pero quien tiene la mente sorda, no escucha esas voces interiores. Y pretende resolverlo todo, decidirlo todo, hacerlo todo, sin consultar con Dios, sin “rebotarlo” con Dios; sin pedirle consejo a Dios.

La sordera del alma

La sordera del alma se ubica más en el plano moral. El alma sorda se cierra a los mandamientos de Dios. Los juzga tal vez arbitrarios o, simplemente, irracionales. No comprende que los mandamientos divinos no tienen otro fin que ayudar al hombre a ser él mismo, a ser libre, a no dañarse, a alcanzar la plenitud de su ser.

A veces es increíble el nivel de sordera moral que pueden llegar a tener algunas personas, incluso sociedades enteras, ante verdades morales elementales, como es el respeto de la vida humana bajo cualquier circunstancia. 

La sordera del corazón

Quizá la peor sordera es la del corazón. Consiste en cerrarse al amor de Dios y de los demás. El P. Raniero Cantalamessa suele decir que si toda la Biblia, por un milagro, pudiera sintetizarse en una sola frase de viva voz, gritaría: “¡Dios os ama!”.

El corazón sordo no escucha el amor de Dios. Dios se “muere de ganas” de decirnos que nos ama. Pero el corazón del hombre tiene el terrible poder de taparse los oídos y no escuchar esa verdad que es la sinfonía más bella del universo: “¡Dios te ama!”.

En el fondo, la sordera del corazón obedece a la errónea convicción de que Dios es una amenaza, no un amor.

El suspiro de Dios

Antes de curar al sordomudo, Jesús suspiró. En toda la Biblia no aparece otro suspiro de Dios. Jesús es la Palabra, la Autorrevelación de Dios al hombre. ¡Cómo no iba a suspirar ante la sordera humana!

El suspiro de Jesús expresa su anhelo supremo: de que abramos los oídos a su Palabra; de que abramos la mente a su luz; de que abramos el alma a sus mociones; de que abramos el corazón a su amor.

María, la siempre abierta

María ha sido la creatura más abierta a Dios. Tan abierta que acogió la Palabra de Dios no sólo en su mente, en su alma y en su corazón; también en su seno virginal.

Que Ella nos ayude a superar toda sordera y a recuperar la apertura para dialogar con Dios, con los demás y con nosotros mismos.


La Palabra de Dios debe ser la materia fundamental de nuestros diálogos con Dios en la oración personal. Ojalá que este comentario a la liturgia del domingo XXIII te sirva para la meditación durante la semana. Agradecemos esta aportación al P. Alejandro Ortega, L.C. (consulta aquí su página web)

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