La importancia del discernimiento de espíritus

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El auténtico conocimiento consiste en discernir sin error el bien del mal; cuando esto se logra, entonces el camino de la justicia, que conduce al alma hacia Dios, sol de justicia, introduce a aquella misma alma en la luz infinita del conocimiento, de modo que, en adelante, va ya segura en pos de la caridad.

Conviene que, aun en medio de nuestras luchas, con­servemos siempre la paz del espíritu, para que la mente pueda discernir los pensamientos que la asaltan, guar­dando en la despensa de su memoria los que son buenos y provienen de Dios, y arrojando de este almacén natural los que son malos y proceden del demonio. El mar, cuando está en calma, permite a los pescadores ver hasta el fon­do del mismo y descubrir dónde se hallan los peces; en cambio, cuando está agitado, se enturbia e impide aquella visibilidad, volviendo inútiles todos los recursos de que se valen los pescadores.

Sólo el Espíritu Santo puede purificar nuestra mente; si no entra él, como el más fuerte del evangelio, para ven­cer al ladrón, nunca le podremos arrebatar a éste su pre­sa. Conviene, pues, que en toda ocasión el Espíritu Santo se halle a gusto en nuestra alma pacificada, y así tendre­mos siempre encendida en nosotros la luz del conocimiento; si ella brilla siempre en nuestro interior, no sólo se pondrán al descubierto las influencias nefastas y tenebro­sas del demonio, sino que también se debilitarán en gran manera, al ser sorprendidas por aquella luz santa y glo­riosa.

Por esto, dice el Apóstol: No apaguéis el Espíritu, esto es, no entristezcáis al Espíritu Santo con vuestras malas obras y pensamientos, no sea que deje de ayudaros con su Luz. No es que nosotros podamos extinguir lo que hay de eterno y vivificante en el Espíritu Santo, pero sí que al contristarlo, es decir, al ocasionar este alejamiento en­tre él y nosotros, queda nuestra mente privada de su luz y envuelta en tinieblas.

La sensibilidad del espíritu consiste en un gusto acerta­do, que nos da el verdadero discernimiento. Del mismo modo que, por el sentido corporal del gusto, cuando dis­frutamos de buena salud, apetecemos lo agradable, discer­niendo sin error lo bueno de lo malo, así también nuestro espíritu, desde el momento en que comienza a gozar de plena salud y a prescindir de inútiles preocupaciones, se hace capaz de experimentar la abundancia de la consola­ción divina y de retener en su mente el recuerdo de su sabor, por obra de la caridad, para distinguir y quedarse con lo mejor, según lo que dice el Apóstol: Y ésta es mi oración: Que vuestro amor siga creciendo más y más en penetración y en sensibilidad para apreciar los valores.

Capítulos sobre la perfección espiritual 6.26.27.30