El rostro de Dios es como una cara que va apareciendo en la oscuridad: para poderla ver arrojamos al fuego todo aquello que poseemos: el mundo, nuestras alegrías, nuestras esperanzas. La flama se debilita; nosotros la atizamos con las últimas cosas que nos quedan: honor, triunfo, nuestra voluntad, nuestro intelecto, nuestro sentimiento, en fin, nuestro yo… No es un regalar, sino un conocer que va creciendo. Yo soy prendido, me debo entregar. La gracia es todo aparecer de Dios; gracia es también todo sacrificio que el fuego me arranca.