El viejo proverbio es sin duda verdadero: «que el rostro es el espejo del alma»-. En efecto, este estado de desorden e insensatez de la mente se refleja con nitidez en los ojos, en las mejillas, en los párpados y en las cejas, en las manos y en los pies, en suma, en el porte del cuerpo entero. Cuando nuestra cabeza deja de prestar atención, ocurre un fenómeno parecido con el cuerpo. Pretendemos, por ejemplo, que la razón para llevar vestidos más ricos que los corrientes en los días de fiesta es el culto a Dios, pero la negligencia con que luego rezamos muestra claramente nuestro fracaso en el intento de encubrir el motivo verdadero, a saber, un altivo y vanidoso deseo de lucirnos delante de los demás. En nuestra dejadez y descuido tan pronto paseamos como nos sentamos en un banco; pero, incluso si rezamos de rodillas, procuramos apoyarnos sobre una sola rodilla, levantando la otra y descansando así sobre el pie; o hacemos colocar un buen almohadón bajo las rodillas, y algunas veces (depende de cuán flojos y consentidos seamos) incluso buscamos apoyar los codos sobre un almohadón confortable. Con toda esta precaución parecemos una casa ruinosa que amenaza derrumbarse de un momento a otro.
La agonía de Cristo, cap. I