»Verdaderamente ilimitado es el amor de Dios por nosotros, pecadores. ¿No es maravilloso que una acción tan insignificante —sí, el simple hecho de sacar el rosario del bolsillo y llevarlo a la mano, e invocar una sola vez el Nombre de Dios— pueda dar la vida a un hombre, y que en la balanza de la Justicia, un instante de invocar a Jesucristo pueda pesar más que muchas horas de negligencia? He aquí, en verdad, el pago en oro por una minucia. ¿Ve, hermano, cuán poderosa es la plegaria, y cuánto, el Nombre de Jesús cuando le invocamos? Juan de Cárpatos dice en la Filocalía que cuando, en la oración de Jesús, invocamos el santo Nombre y decimos: “Ten piedad de mí, pecador”, a cada una de estas súplicas la Voz de Dios responde en secreto: “Hijo, tus pecados te son perdonados”. Y sigue diciendo que cuando decimos la Oración, no hay nada en ese momento que nos distinga de los santos, de los confesores y de los mártires. Puesto que, tal como dice San Juan Crisóstomo, “la plegaria, aun cuando estemos llenos de pecado al pronunciarla, inmediatamente nos purifica”. La amorosa benevolencia de Dios para con nosotros es grande; sin embargo, nosotros, pecadores, somos indiferentes y no estamos dispuestos a conceder ni una sola hora a Dios en acción de gracias, y trocamos el tiempo del rezo, que es lo más importante, por los cuidados y ajetreos de la vida cotidiana, olvidando a Dios y nuestro deber. Es por esta razón por la que nos encontramos a menudo con desgracias y calamidades, pero aun éstas son empleadas por la amantísima providencia de Dios para nuestra instrucción y para que volvamos nuestros corazones hacia Él.(Relatos de un Peregrino Ruso)