Señor, mi alma está desnuda y aterida; desea calentarse por el calor de tu amor. En la inmensidad del desierto de mi corazón, no puedo recoger ni unas pocas ramas, sino solamente estas briznas, para prepararme algo para comer con el puñado de harina y la orza de aceite, y luego, entrando en mi aposento, moriré. O mejor dicho: no moriré en seguida, no, Señor, no moriré, viviré para contar las proezas del Señor.
Permanezco en mi soledad y abro la boca hacia ti, Señor, buscando aliento. Y alguna vez, Señor, tú pones tu don en la boca de mi corazón. Ciertamente, saboreo algo muy dulce, tan suave y reconfortante que ya no busco nada más. Pero cuando lo recibo no me permites conocer lo que me das. Cuando recibo tu don, lo quiero retener y rumiar, saborear, pero al instante desaparece.