Es lo que describe el Deuteronomio con claridad meridiana: «Cuando el Señor tu Dios te introdujere en la tierra que vas a poseer, y destruyere a tu vista muchas naciones, al Heteo, al Gergezeo, al Amorreo, al Cananeo, al Ferezeo, al Heveo y al Jebuseo, siete naciones mucho más numerosas y robustas que tú, te las entregará el Señor Dios tuyo; has de acabar con ellas sin dejar alma viviente. No contraerás amistad con ellas, tu te emparentarás con ellas dando a tus hijas a sus hijos». Que el pueblo de Israel entre en la tierra prometida, aniquile ante él numerosas tribus, entregue en sus manos naciones enteras, más populosas y más fuertes que él; todo esto, dice la Escritura, es obra indiscutible de la gracia. Pero que Israel castigue o no a esas naciones, o que las perdone y las deje vivir, que ajuste con ellas en la alianza o deje de hacerlo, que se junte o no con ellas por el matrimonio, atestigua la Escritura que esto es obra de Israel.
Este testimonio no deja lugar a dudas sobre lo que debemos atribuir al libre albedrío o a la obra de la gracia. Ofrecernos la ocasión de salvarnos, proporcionarnos un éxito feliz en la victoria final, he aquí lo que corresponde a la gracia divina. Lo que nos compete a nosotros es responder -con la ayuda también del favor de Dios-, con celo o con indiferencia, a sus gracias y beneficios.
Idéntica línea de conducta observamos en la curación de los dos ciegos del Evangelio. El que Jesús pase por donde ellos estaban es gracia de su dignación y providencia. El dar voces los ciegos y decir: «¡Ten piedad de nosotros, Señor, Hijo de David!» , es obra de su fe y confianza en El. Y el hecho de que la luz vuelva a sus ojos y vean, es don exclusivo de la misericordia divina.
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