Voy de muy buena gana a buscar consuelos en la comunión, en la meditación, en la oración. Todo esto está bien si con esos consuelos busco el medio de animarme y de fortificarme para cumplir mi deber: ¡el alma tiene tanta necesidad de gozo para estar alerta en el servicio de Dios!… Pero la razón de mis preferencias por tal o cual ejercicio no es, frecuentemente, sino el placer que en él encuentro, del cual disfruto y en el cual me detengo. Es a mí a quien veo, a mí a quien amo, a mí a quien busco en todo esto. Y ¿cuál es la razón de mi fidelidad más exacta a tal ejercicio, o de mis constantes infidelidades a tales otros? –Mi consuelo. Cuando encuentro este consuelo que voy buscando, y con el cual me contento, me jacto del éxito de estos ejercicios, los creo perfectos y a mí con ellos, y mientras esto marcha así bien, persevero gustosamente en ellos. Pero ¡llega la sequedad!… Todo está perdido, todo está vacío, los ejercicios no valen ya nada, y yo menos todavía que ellos, los abandono y me desaliento. ¡He aquí cómo juzgo hasta de los mismos ejercicios de piedad!… Están muy llenos de mí mismo y muy vacíos de Dios. (José Tissot, La vida interior)