Oración de oblación a Cristo

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Pues bien: no te pido, Señor, que me hables. Sino que me sostengas.
Que si no lo entiendo,
lo acate cada vez con mayor reverencia y amor, con más pura oblación de mí a tu fuerte voluntad.
Que tus silencios y compases de espera
en mis continuas penas acaben en pura fe sosegada,
y en dejarte obrar abrazando mi nada.
Sin verte, sin sentirte, con el alma árida como una teja;
pero con la dulzura íntima de mi nada reconocida y regustada.
Tu silencio me testimoniará la nada de que me hiciste,
y el amor que en sostenerme sin estipendio de consuelos me profesas.
Aceptaré tu silencio con el mío, sin turbación ni protesta; sin necesidad de derramarme afuera,
con el natural desahogo de unas escondidas lágrimas
que se pierdan no dejando huella de sí.
Que no sepan mis ojos las apreturas del alma.
Que todo quede escondido en ella.
De ahí a la alegría de la pura voluntad de Dios va poco.
El mejor indicio de un alma tocada de Dios
es su absoluto silencio ante el mundo, y ante sí misma.
Si pudiéramos percibirla internamente
descubriríamos en medio de sus penas un continuo gemido amoroso, deleite superior a toda pena;
aunque ella no lo entienda claro,
el Espíritu Santo la embalsama,
haciéndola buen olor de Cristo.
El Espíritu en que se agotan amando Padre e Hijo sella con un mismo hálito amoroso
la vida de Dios y la del alma en que anida Dios.