No deben agradarnos nuestras imperfecciones, y debemos decir con el Apóstol: ¡Miserable de mí! ¿Quién me librará de este cuerpo de muerte? (Rom 7, 24), pero tampoco deben admirarnos ni desalentarnos; debemos sacar de ellas sumisión, humildad, desconfianza de nuestras propias fuerzas, no desánimo, ni aflicción de corazón, ni mucho menos desconfianza en el amor de Dios hacia nosotros. Dios no ama nuestras imperfecciones ni nuestros pecados veniales, pero nos ama a pesar de ellos. Igual que la debilidad y enfermedad de un hijo desagradan a su madre, pero, a pesar de ellas, no deja de amarle, y lo ama con ternura y compasión, así también, aunque Dios no ama nuestras imperfecciones y pecados veniales, no deja por eso de amarnos tiernamente. Tuvo razón David para decir a nuestro Señor: Ten misericordia, Señor, porque estoy enfermo (Salm 6, 3). (Carta a una Superiora de la Visitación, 428).