Contra ese enemigo (la soberbia) de una virtud tan indispensable (la humildad), nadie puede presumir de estar suficientemente armado, y puesto que no nos es dado matarlo en esta vida, debemos por lo menos aprovechar todos los medios para debilitarlo y neutralizar sus ataques. Entre estos medios, uno de los más eficaces nos lo proporcionan precisamente nuestras faltas. Así como la quijada de un animal fue en manos de Sansón un arma mortal contra los filisteos, de igual manera, nuestros pecados, por repugnantes que sean, pueden convertirse en una maza poderosa contra la soberbia y ser ocasión de nuestra salud y nuestra perfección. Efectivamente, si la soberbia es una estimación y un amor desordenado de nuestra propia excelencia, la humildad, dice nuestro Santo, es el «verdadero conocimiento y voluntario reconocimiento de nuestra miseria» (Intr. a la vida devota [5]). ¿Qué cosa hay más apropiada para producir en nosotros este verdadero conocimiento que la vista de nuestras faltas? Estas son realmente, según la ingeniosa expresión del P. Álvarez, como otras tantas ventanas por las que penetra una luz abundante sobre nuestras miserias. Más eficaces que las humillaciones que nos vienen de los acontecimientos o de los hombres, nos iluminan y nos convencen de la inutilidad de las fuerzas más vivas y más íntimas del alma; y San Francisco de Sales agrega: «Este conocimiento de nuestra nada no debe inquietarnos, sino que nos debe hacer mansos, humildes y pequeños delante de Dios. El amor propio es el que nos hace perder la paciencia, al vernos pobres y miserables» (Carta a una señora, 883). (José Tissot, El arte de aprovechar nuestras faltas)