A la verdad, nada puede humillarnos tanto delante de la misericordia de Dios como la consideración de sus beneficios, ni nada puede humillarnos tanto delante de su justicia como la multitud de nuestros pecados. Consideremos lo que Él ha hecho por nosotros y lo que nosotros hemos hecho contra Él, y, así como pensamos minuciosamente en nuestros pecados, pensemos también minuciosamente en sus gracias. No hemos de temer que lo que Dios ha puesto de bueno en nosotros nos hinche, mientras tengamos bien presente esta verdad: que nada de cuanto hay en nosotros es nuestro. ¡Ah, Señor! ¿Dejan, los mulos, de ser animales pesados y mal olientes por el hecho de llevar a cuestas los muebles preciosos y perfumados del príncipe? ¿Qué tenemos de bueno, que no hayamos recibido? Y, si lo hemos recibido, ¿por qué nos hemos de ensoberbecer? Al contrario, la consideración viva de las gracias recibidas nos humilla, pues el conocimiento engendra el reconocimiento. Pero, si, al recordar las gracias que Dios nos ha hecho, nos halaga cierta vanidad, el remedio infalible será acudir a la consideración del nuestras ingratitudes, de nuestras imperfecciones, de nuestras miserias. Si meditamos lo que hemos hecho cuando Dios no ha estado con nosotros, harto veremos que lo que hemos practicado cuando ha estado con nosotros no es según nuestra manera de ser ni de nuestra propia cosecha; mucho nos alegraremos ciertamente de poseerlo, pero no glorificaremos por ello más que a Dios, porque Él es el único autor. Así la Santísima Virgen confiesa que Dios ha hecho en ella cosas grandes, pero lo reconoce únicamente para humillarse y glorificar a Dios: «Mi alma, dice, glorifica al Señor, porque ha hecho en mí cosas grandes».
Introducción a la vida devota