Mortificar significa matar, hacer morir. ¿Y qué es preciso mortificar? –“Mortificad vuestros miembros, que son terrestres” dice San Pablo. ¿Pero es necesario que demos la muerte a nuestro propio cuerpo? –Es éste un castigo que el pecado ha merecido, y en realidad deberá sufrirlo sin poder sustraerse a él; pero éste es un castigo cuya economía se reserva Dios. Sólo Él, por la vía del deber, de la enfermedad, de los accidentes, o por otra diferente, se reserva el poder de “dar la muerte”. Yo no tengo el derecho de muerte sobre lo que Dios ha puesto en mí, antes bien tengo obligación de conservar mi vida. Pero hay en mí algo que viene de mí y no de Dios: soy un hombre pecador. “Hombre y pecador, dos palabras”, dice San Agustín, “en las cuales hay dos cosas, una que viene de la naturaleza y otra de la culpa, una que Dios ha hecho y otra que he hecho yo. Y yo debo destruir lo que yo he hecho, a fin de que Dios salve lo que Él ha hecho. “Mortificad vuestros miembros”, dice San Pablo, y a continuación precisa lo que es necesario hacer morir. “Mortificad”, dice, “los miembros del hombre terreno que hay en vosotros: la fornicación, la impureza, la abominación, las pasiones deshonestas, la concupiscencia desordenada y la avaricia”. Lo que Dios quiere no es la muerte del impío, sino su conversión y su vida. No son los muertos los que alaban a Dios; lo que le bendice es la vida. (José Tissot, La vida interior)