«La vida contemplativa, como tal, es de mayor mérito que la activa. Puede ocurrir sin embargo, que se ganen mayores méritos con un acto externo; por ejemplo, cuando a causa de la abundancia de amor divino, se soporta la privación de la dulzura producida por la divina contemplación, para cumplir la voluntad de Dios», (2° 2 ae, q. 18, a. 2). Fijémonos en el lujo de condiciones que el Santo Doctor exige para que la acción sea más meritoria que la contemplación. El móvil íntimo que empuja al alma a la acción no es otro que el desbordamiento da su caridad; por abundancia del divino amor. No entran, pues, en juego ni la agitación, ni el capricho, ni la necesidad de salir de sí mismo. Es, en efecto, un sufrimiento del alma: soporta ser separada de la divina contemplación, de ser privada de las dulzuras de la oración. Por consiguiente, no sacrifica sino provisionalmente y para un fin enteramente sobrenatural para cumplir su voluntad y por su gloria, una parte del tiempo reservado a la oración. Los caminos de Dios llevan el sello de la sabiduría y la bondad, y la dirección que marcan a las almas entregadas a la vida interior es maravillosa. Si éstas saben ofrecerle con generosidad la pena que les produce el privarse del Dios de las obras, en obsequio a las obras de Dios, esa pena tiene su pago, porque gracias a ella desaparecen los peligros de disipación, amor propio y afecciones naturales; las hace más reflexivas y fomenta en ellas la práctica de la presencia de Dios, porque el alma encuentra en LA GRACIA DEL MOMENTO PRESENTE a Jesús viviente, que se le ofrece oculto en la obra que realiza, trabajando con ella y sosteniéndola. ¡Cuántas personas de obras, por saber sufrir esa pena y sacrificar ese deseo de ir al Tabernáculo, por esas comuniones espirituales originadas en esos sacrificios, reciben como premio la fecundidad de su acción, la salvaguardia de su alma y el progreso en la virtud! (Dom. J.B. Chautard, El alma de todo apostolado)