El verdadero apóstol utiliza los triunfos y reveses para aumentar sus esperanzas y ensanchar su alma en el abandono y la confianza de la Providencia. La más mínima porción de su apostolado suscita en él un acto de fe. En todos los momentos de su trabajo, siempre perseverante, encuentra motivo de practicar un acto de caridad, porque el ejercicio de la guarda del corazón le ha capacitado para hacerlo todo con una pureza de intención cada día más perfecta y con un abandono que convierte su ministerio en más impersonal. Así, a medida que el tiempo pasa, todas sus acciones van impregnándose más de los caracteres de la santidad; y su amor por las almas, tal vez salpicado de muchas imperfecciones en un principio, va depurándose, acabando por ver en las almas únicamente a Jesús, por no amarlas sino en Jesús, para engendrarlas por Jesús para Dios. Filioli mei quos iterum parturio, donec formetur Christus in vobis (“Hijitos míos, de los que otra vez estoy de parto, hasta que Cristo sea formado en vosotros”, Gal IV, 19). (Dom. J.B. Chautard, El alma de todo apostolado)